Fecha
01 Diciembre 2020
Puso el espantapájaros de cristal a las doce de la noche. No le preocupaban ni los cuervos ni otras alimañas nocturnas que esconde el campo. Regresó con las botas empastadas de barro y el pelo garuado, pero con esa chispa inocente de corazón humilde que es capaz de concentrar toda su felicidad futura en una sorpresa.
A las cinco de la mañana abrió los ojos. Soleaba. La claridad expansiva cubrió la sala, proyectándose por el piso de madera irregular, áspera como costras de cicatrices.
Se calzó unas alpargatas con suela de yute, abrió la garrafa para poder encender la hornalla y cuando el mate estuvo listo, salió con pava en mano a la galería.
Por varios años esperó ese instante: tener un espantapájaros de cristal vendría a romper con el hundimiento monótono de su rutina. Con ansias esperaba que lo visitaran de campos aledaños o de la ciudad misma, para contemplar la obra de arte que, desde esa mañana, emitía su brillo sobre el verde llano.
No llegó nadie el primer día. Las buenas noticias no corren como las malas –se dijo– y reconcentró la esperanza para el día siguiente.
El espantapájaros con los brazos en cruz, cristalino, con su gorro y nariz puntiaguda, se apagó en la noche cerrada.
Empezó a desconfiar de la nobleza del cristal cuando el pasto amarillo se fue propagando por la circunferencia lindante. Cegaba, era imposible posar la vista sobre el espantapájaros en un día de sol efusivo, porque en menos de diez segundos desplegaba un malestar brumoso en las córneas.
Los animales se fueron alejando y hubo que arrearlos desde lugares insospechados.
Nadie en dos meses y cuatro días se detuvo en la chacra voluntariamente, salvo un comisionista que ni siquiera percibió la novedad.
Cada mate que tomaba mirando el espantapájaros parecía contener un redoble de amargor. Cuando lo máximo de la belleza no hace más que confirmar un fracaso, es vital destruir la belleza.
Buscó una maza, se calzó las botas con las que una noche de marzo sembró todas sus ilusiones en un muñeco.
Necesitó solo un golpe certero en el espacio imaginario que dividía los omóplatos del espantapájaros para desmoronarlo íntegro. En cuclillas, como una araña, fue machacando el material hasta crear partículas sin sentido, imperceptibles.
Revoleó la maza por los aires y exhausto se sentó cerca del charco de cristal. No le preocupó que el fresco del rocío le mojara el pantalón. Se quedó mirando la extensión infinita y plana del campo. El horizonte ya no tenía ningún obstáculo y era perfecto.
Nicolás Barrasa
Escritor, dramaturgo y comediante de Stand Up de 36 años, nacido en Caseros, Tres de Febrero, Buenos Aires, Argentina. Es Magíster en Escritura Creativa graduado en la UNTREF (Universidad Nacional de Tres de Febrero), 2017. Ha recibido diferentes premios y menciones nacionales e internacionales tanto por su narrativa como por sus piezas teatrales.