Revista ZUR

Fecha

01 Diciembre 2020

Autor

Felipe Muriel

01 Julio 2021

Una fuga se comete de adentro hacia afuera, centímetro por centímetro. Una fuga se comete del presente al futuro, segundo por segundo. Pero la vida en libertad, al diseñar el plan, debe ser lo primero: años y años, islas montañosas, mares serenos. Aquí estoy en esta prisión y pienso solamente en eso. Sin embargo, no he logrado resolver un detalle minúsculo. Pienso en despertar, la luz del sol entre el bambú de mi choza. Respirar ese aire. Ver las montañas negras y el mar verde. Vivir desnudo, con mi piel, mi pelo, mi cara, con todo mi cuerpo. Caminar, correr, trepar, escalar, saltar, nadar, rodar.

Haber llegado con las olas. En un barril sellado con goma maciza. Todas las corrientes marinas y los vientos ya están en mi cabeza. Gracias a la geografía y a la historia, cuando cuenta de marineros y piratas. Inclinar suavemente mi peso en el instante preciso. Cada tres días comer una bola de arroz fermentado. Puedo medir el tiempo con mis parpadeos. También puedo comer solamente una bola de arroz cada tres días y tomar una gota de agua cada día, durante tres meses. Estoy preparado.

Haberme lanzado al mar el día y la hora exacta. En la bahía perfecta. En sus grutas construir el barril. Conozco los árboles que crecen allí. Su madera y sus sustancias. Libros de botánica. En francés. Pero también diccionarios y métodos de idiomas. Para cortar la madera usar mis dientes y mis uñas. Así extraer la goma. Trabajar en la noche y dormir en el día. Comer gusanos. Todavía no abrir la bolsa con las bolas de arroz ni la bolsa con el agua. No ahuyentar a las serpientes, moverme muy despacio, lentamente, siempre. Dejarlas que se coman mis guantes y mis botas.

Haber llegado del pueblo a la bahía arrastrándome entre la maleza. Al pueblo, por los cables eléctricos. Colgado de ellos como un oso perezoso. Principios de electricidad, sistemas de alumbrado público. El guardia de la biblioteca me mira con desprecio cuando leo estos libros. Fuerza y resistencia en manos, muñecas, brazos y piernas. Los ejercicios que practico a todos les parecen ridículos, menos a mí. Evitar una electrocución con guantes y botas hechos de cuero de paloma. Al amanecer, quedarme completamente quieto en los postes y torres. Encogido. Parecer un rollo de tela deshilachada de una cometa. Reiniciar la marcha al anochecer.

Haber alcanzado los cables del alumbrado saltando desde el pararrayos de la prisión. Fórmulas de los movimientos de los cuerpos. No nos prestan lápices. He aprendido a desarrollar operaciones complejas simulando que escribo sobre el dorso de la mano con imperceptibles movimientos de las pupilas. Trepar al pararrayos en cuatro segundos. Puedo hacerlo. Subo al aro de baloncesto en menos de un segundo. Soy el que lo asegura cuando se ha desajustado. Simple proporcionalidad. Para llegar a la base del pararrayos, entre las paredes. Golpeo un ladrillo y sé si hay espacio detrás de él por el sonido que produce. Acústica elemental, arquitectura, biografías de músicos y compositores. Todo está resuelto… excepto un detalle.

Al final del pasillo está la rejilla por donde habré entrado a los resquicios entre los muros. Está muy alta. La pared es lisa. Saltar contra esa pared con fuerza, rebotar a la del frente y rebotar de nuevo a la primera.   Alcanzar con la punta de los dedos la rejilla. Lo he practicado en el rincón de mi celda. Justo en el punto donde los lados del ángulo se distancian en igual medida que las paredes del pasillo. Geometría para niños, el guardia de la biblioteca riéndose de mí, anatomía, bitácoras de juegos olímpicos. Libros y libros.

Tener calculados los movimientos de los guardias. Sus formaciones, sus rutinas varían aleatoriamente. Pero he descubierto justo los patrones requeridos para la realización de mi plan. Los segundos y los centímetros. Libros en ruso de cálculo y estadística. Tres mil ochocientas once páginas. Cada noche reproduzco mentalmente la salida de la celda, la carrera sigilosa por el pasillo y los saltos sigilosos para alcanzar la rejilla. Y otros movimientos que considero innecesario revelar.

Haber cazado cientos de palomas. Una cada miércoles. Con el balón de baloncesto. El juego que he inventado. Es un buen juego. Un buen juego. Libros de psicología, de terapias. A todos les gusta. Accidentalmente matamos palomas de un balonazo. Las recojo sin que nadie lo note. Les arranco las patas de un tirón. No a todas. En la celda le quito el pellejo a estas pequeñas garras y voy tejiendo mis guantes y mis botas. Les hago un nudo apretado y me los trago antes de dormir. Para continuar con el tejido, regurgito. Manual de bordado, zoología 1, 2 y 3.

No preciso revelarlo todo. En la cena no trago la última cucharada, la guardo detrás de las últimas muelas. En la celda la almaceno en la bolsa. El agua es agua del grifo. Las bolsas son bolsas de suero. Un par de visitas a la enfermería por aparente deshidratación. Las mantengo en mi recto. Domino minuciosamente mi esfínter. Libros de hipnosis, todo un tomo dedicado a la autosugestión. He logrado superar todas las inspecciones. Defeco con normalidad.

La fuga está casi perfectamente planeada. Mi mente y mi cuerpo ya son la mente y el cuerpo de un hombre libre. Pero sigo sin resolver aquello tan diminuto. El último detalle en el plan, el primero en la fuga: la mínima cerradura de mi celda. Aún no sé cómo abrirla. No lo sé. Enciclopedia de trabajos y oficios. Incompleta. Extraviado el volumen 3. Oficios que empiezan por la letra “c”. “C” de cerrajería. Leo y leo en la biblioteca.  El guardia se ríe de mí.

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