Fecha
01 Diciembre 2020
Amo la descarada belleza de la Luna y el cinismo con que perfora la oscuridad celeste para abrir una mirilla a otros mundos. Amo el enigma de su lado oscuro, cuyo acceso sólo se franquea mediante el sueño, la imaginación o la poesía, y el estoicismo del que habla cada uno de sus cráteres.
Amo verla flotando allí, inmensa hasta la deformidad, con esa ligereza privativa de los cuerpos celestes que no necesitan de luz propia para brillar. Amo verla allí, asomada, como una actriz tuerta oteando detrás del telón, nerviosa, previo a dar función.
Me maravilla la secreta alquimia de que se vale para enfriar la luz solar, quitarle el brillo enceguecedor y entregárnosla en tonos azulados y tenues que iluminan la Tierra nocturna y la telekinesis con la cual lo mismo hace danzar los océanos que nos mantiene pegados al bies de su falda.
Amo la Luna en todas sus variantes: cuando le sirve de sonrisa al cielo, hace las veces de faro sideral para guiar a sólo Dios sabe qué naves y a qué puertos, o cuando enferma de gravedad y se torna amarillenta. La amo también en esas noches que parece emerger del mar para iniciar su recorrido cotidiano por el cielo en persecución del día.
Amo también su omnipresencia, aun cuando es opacada por el Sol durante el día, o cuando de noche juega a las escondidas tan sólo para regalarnos el espectáculo de estrellas que adornan su infinito patio oscuro.
Amo su movimiento ascendente, silencioso, imperceptible. Su juventud astral. Su impuesta vocación de musa. Amo su complicidad obligada y la elegancia con que ignora nuestras solicitudes, confidencias y peroratas, pueriles para ella que se habló de tú con Da Vinci, Aristóteles, Shakespeare, Tesla, Mozart… cuyas existencias, entre todas las que han desfilado por el planeta hasta la fecha, siguió desde el primer hasta el último latido, como hará con la nuestra.
Amo los arcanos que contiene su memoria, donde lo mismo guarda respuestas a preguntas clave como: “¿de dónde venimos?”, que imágenes de la era glacial, la extinción pérmica y el nacimiento de la vida en el planeta.
No es gratuita su deificación por parte de múltiples teologías, ni su papel protagónico en mitos, leyendas y relatos de la más variopinta extracción, desde el primer viaje para visitarla, planteado por Luciano de Samosata, hasta la llegada de Neil Armstrong a su superficie, pasando por la imaginación de Cyrano de Bergerac, Georges Méliès y Julio Verne.
Me enamoran su lejanía, su mutismo, su imposibilidad. Me declaro abiertamente lunático y proclive a una suerte de licantropía interior que se deja arrastrar dócilmente por su gravedad. Soy su satélite incondicional.
Llámese como se le llame: Meztli, Selene, Febe, Chandra o Thot, amo la Luna, por múltiples razones y por ninguna.
Salvador Cristerna
Comunicólogo por la Universidad Nacional Autónoma de México, donde también concluyó la maestría en Filosofía de la Ciencia e imparte cátedra. Ha ejercido el periodismo de manera profesional en distintos medios de comunicación. Ha publicado cuentos, artículos y ensayos en revistas como Complot, Examen y Sinfín, de la Ciudad de México; Letrina, de Mérida, Solaris, de Uruguay; la Gaceta de la Facultad de Lenguas y Letras de la Universidad Autónoma de Querétaro, entre otras. Su cuento “Himenóptero” forma parte de la antología digital La noche carmesí y otros relatos inesperados.