¡Qué ganas de que retengas en tu aliento mi nombre!
Ganas de que nos tengamos por entero,
a la vez que un beso surge
de la caída deliciosa
de unos ojos que contemplan
la abertura de tu voz,
comiendo luego de esa fruta
de virtud escandalosa
de esa que canta y dice
pero logro enmudecer.
¡Qué ganas de que mueras!
De que mueras por mí tan siquiera un día o dos,
no pido mucho.
Acaso un sábado en la tarde
mientras libres fingimos clemencia por la semana
y Dios, queriendo ser mis manos sumergidas en tu letanía,
desplace entera la bóveda rojiza.
¡Oh, qué ganas!
De sucumbir dentro de tu cuerpo macizo.
De esclarecer lo ostentoso de mi lama
en las aguas turbias del deseo,
y reñir.
Reñir a la pauta absurda de lo abstracto,
queriendo ser barroquismo de tus lares,
queriendo ser el Greco de tus formas,
queriendo creer que radico en tus esquinas,
perdiendo entero el contorno de tus rumbos.
Y así perderme siempre
¡siempre, siempre!
Y vivir ahí, en esa perdición,
en esa nada con olor a ti
sin saber ya dónde estás.