Revista ZUR

nota

Unamuno en la soberana trascendencia del neorrealismo

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Fecha

01 Diciembre 2020

Autor

Rainer Castellá

01 Julio 2021

Fecha de recepción: 1 de agosto, 2020.

Fecha de aceptación: 26 de septiembre, 2020.

“cuando el círculo del pensamiento llega a ensancharse por el advenimiento de la reflexión, las combinaciones del pensamiento se multiplican”. He pretendido comenzar este artículo, rememorando la escuela hegeliana, a raíz de la empática transparencia que subyace en los míticos albores de la literatura española, con el devenir de sus procesos históricos, y la evidente influencia dentro de los acontecimientos culturales que han sojuzgado a la literatura Iberoamericana desde sus orígenes. Patrones ataviados a la confrontación cultural de corrientes animadas por una mezcla heterogénea, hallaron en su simbiosis la dosis esencial del criollismo, como semilla literaria de las corrientes europeas tradicionales. Pretender el regodeo de los procesos contextuales que dieron origen a la corriente romántica, significaría abrir una brecha de invaluables esquemas de índole cualitativa que culminaría acaso con la generalidad valorativa de un movimiento, cuyas normas estructurarles nos ha precedido hasta nuestros días, trazando disímiles vericuetos a la hora de aunar en sus formas arquetípicas de las que se auxiliaron los creadores de la vanguardia artística del surrealismo y creacionismo, por citar solo dos ejemplos concretos.

Si tomamos en cuenta la formación sociocultural de las naciones europeas, su temporalidad e influencia con otras culturas y la comparamos con la noción objetiva del entorno conferido al intelectual latinoamericano estaríamos al borde de una confrontación muy dispar de pensamiento creativo y filosófico que nos conduciría en el caso específico de la literatura por un sendero nada coherente y sí muy desproporcional de su posible evolución intelectual, (me refiero a la literatura iberoamericana), afanosamente desdeñable en originalidad y valía universal. La literatura como cualquier otra rama del arte, provista hasta cierto punto del pensamiento absolutista, cuya dosis fraternal de estoicismo genera en su creador una suerte de empatía idealista en su plano inmaterial, génesis de la autoenajenación hacia la materia circundante, transmuta en ese imperioso requerimiento de abstracción real, que solo es posible iluminar dentro del campo ciego de su creación, viéndose favorecida por el elemento nocivo de una respuesta que busca al ente creativo en base a una pregunta que le precede.

Los movimientos literarios se edifican, tal como lo hicieron los autores durante el período romántico, de sensaciones que extralimitan a la naturaleza humana en su componente espiritual, como un poeta a falta de genio, pincela el lirismo con la esquemática frialdad de su análisis racional, compensando así con la habilidad del lenguaje y los efectos de la retórica aquel producto que de invención creativa carece. El sentimiento exasperado, la intención de alianza a culturas mitológicas, una sobre faz emotiva que indica alternativas al pacto escolástico, al abrazo a cantos y ritos medievales ante el absurdo nacimiento, asumido como muestra contradictoria de las relaciones sociales de producción durante la primera revolución industrial.

Afirmación tajante de Víctor Hugo en uno de sus artículos cuando señalaba que la historia debía ser reescrita nuevamente, aludiendo en el proceder artístico al único rasgo altruista del ser, dimensional a su propio alter ego divino, facilitando el proceder reflexivo de la literatura durante todo el siglo XIX, mediante el fruto de su envoltura estética y no a partir de la idea. La idea no se muestra como el tallo de la flor pretendido por Diderot o Rousseau durante la Ilustración francesa, sino desde sus más perfumados pétalos. Los componentes de su pensamiento filosófico reúnen a su vez una imperiosa necesidad estética, el contexto es esencial para el desarrollo de las obras románticas. La poesía denota esa dualidad casi mística del hombre con la naturaleza, desde una capacidad de sumisión propia, de un rendimiento hacia la belleza natural de la cual no es su creador nato, muy al contrario, le supera, pero le ofrece resguardo, y animado por el ímpetu espontáneo de una benevolencia adherida a los insondables encantos que provee, el ente actuante o creador, en este caso, se muestra agradecido.

La pretensión artística no representa un obstáculo esencial dentro del período romántico. La oscuridad siempre imprescindible para trazar destinos dentro de la creación literaria se manifiesta de manera espontánea, no cuestiona al ser como los autores de vanguardia, pretende asimilarlo como parte de la imperfecta naturaleza que le compone, tampoco establece prioridades ni intenta más allá de una denuncia social, la trascendencia del yo como ente supremo. El sentimiento se opone a la razón, representa esa lápida donde inevitablemente reposarán sus nimiedades. Por eso es que incluso en la narrativa romántica la evidencia contemplativa de la poética se abraza servil a un mérito figurativo, el artista no interactúa directamente con las contradicciones sociales que le circundan, se aparta, analiza y reacciona evocando un reino espiritual cuya certeza se prende a los idílicos albores de esos sentimientos que presiente menos mancillados y ávidos de redención, como lo son las pasiones y el culto hacia lo desconocido. Su doctrina no es la razón sino la voluntad que le fecunda, propensa a un reconocimiento atemporal de encontrarse con el yo interior que el historicismo le concede.

No se puede hablar de arte moderno, siquiera de las concepciones doctrinales del subconsciente freudiano, sin tener en cuenta la simiente altiva del romanticismo; ni suprimir al movimiento de un pensamiento intelectual sería obrar sensato. El rasgo fundamental de su doctrina tiene rasgos básicos de la estética hegeliana, reúne entonces un concepto invaluable de esa belleza extrasensorial que concilia en la imaginación de sus artistas su fase creativa más elevada al punto de proponer una gama estructural académica que no persigue la idealización de sus normas esenciales, y aquí pretendo detenerme.

El idealismo es un componente clave dentro de la estética concebida por los románticos que no se somete a ella, ni se individualiza, sino que permanece unida. Razón por la que se puede concebir al romanticismo una corriente de raíces estéticas, cuya academia difiere de la academia pictórica francesa, si nos animamos a establecer influencias de un arte con otro producto de su correlatividad temporal, pues si bien evade la documentación real lo hace desde una perspectiva externa, no representa una fotografía en este caso de la realidad concreta sino desde su anhelo de evasión que es a su vez un espejismo objetivo de su realidad interna. Por tanto, parte de una base idealista personal solo que transita por albores más recónditos y herméticos. Si valoramos esta atenuante como un punto de partida imprescindible dentro de la creación literaria del siglo XIX, las novelas históricas de Walter Scott abordan desde una atmósfera sentimental la inserción y el desenvolvimiento no pocas veces contradictorios del ser hacia su hostil entorno, no hay en las novelas del período romántico gesta que ensalce a la historia y supedite el papel del hombre. El ego del autor en este caso se manifiesta irreverente al medio, pero en justo equilibrio con su ego personal. Responde ante la frustración del absurdo, una constante que persigue la tesis sociológica de toda creación literaria, es su yo simple el centro de la existencia, como diría Hegel, porque el elemento es precisamente el hombre.

Si el elemento es el hombre, como nos sometemos a afirmar, la creación es fecunda a esa simiente ideal de la que parte el espíritu creador de los autores sentenciados por la crítica dentro del realismo. Por ello es tan inverosímil la línea divisoria entre los románticos y los realistas que cada vez se hace más imperceptible, aludiendo a esquemas superfluos que distancien al Víctor Hugo de Nuestra Señora de París con Madame Bovary de Flaubert o la Doña Perfecta de Benito Pérez Galdós, de gran factura exponencial esta última, acudiendo a una ingenua transición, las preocupaciones del inicio de su producción literaria no cesan de responder a la esencia básica del amor y su requerimiento imprescindible para comprender e insertar del modo más razonable a la sociedad de su época dentro del cambiante mundo industrial, suponiendo la conquista humana en esa dualidad sujeto-sociedad, el pacto primero con su propia naturaleza moral y la redención del amor pleno.

No existe un ejemplo concreto, ni siquiera en los herméticos regodeos de la literatura existencial, probable madurez esta de la novela realista, un ejemplo absolutista de divorcio en relación a la corriente romántica. Aludiendo a un concepto más amplio del plano creativo no es posible invalidar la estética literaria más allá de sutiles esquemas contextuales y de pensamiento genérico que caracteriza y posibilita a los críticos evocar su divisible denominación. Lo vital es la forma y no los modos que se establecen en muchas obras de finales del siglo XIX hasta inicios del veinte. Por ello hallamos autores en lengua castellana que precedidos por el realismo galdosiano, dignos discípulos del maestro canario; ahondaron por otros senderos creativos que posibilitaría una propuesta más liviana desde el punto de vista formal. La renuncia a la forma del tratamiento sicológico, aporte irrevocable en los novelas de Galdós, sepultando la sensibilidad extrema del romanticismo, no supuso para estos autores una renuncia del tratamiento sicológico en sus obras, sino un planteamiento artístico más verosímil, donde los personajes afloran con una carnosidad sicológica permisible a la realidad, si comparamos por ejemplo a Doña Perfecta con Niebla de Unamuno, la relación narrador–personajes se diluye en el último caso de una manera tan simétrica, al somero punto de formar una hibridez perfecta.

Los personajes aun cuando son pincelados de una naturaleza sicológica excelente, permanecen al margen del criterio, cada vez más sutil a medida que avanzamos en la obra, del autor y la mirada omnisciente que recrea de la realidad contextual. La denuncia social y su voraz replanteamiento en las obras de Unamuno no permanecen a la sombra de sí mismo sino de sus personajes. El racionalismo en su obra es parte de un conjunto y no de una perspectiva singular como vino sucediendo desde el surgimiento de la narrativa romántica y su enlace, acaso, pródigamente temporal al realismo, que establece una cátedra de modos, como al igual lo representa su citada novela Niebla, donde pregona su manera de hacer una novela fuera de los esquemas preestablecidos y que hayan una evolución tajante dentro de la literatura española entre los miembros de la Generación del 98, donde no sería oportuno dejar de mencionar la Sonata de Primavera de Valle Inclán, provista de evidentes pinceladas esotéricas, fruto del albor romántico, atraviesa el realismo y lo sacude para alzar el vuelo hacia la cumbre ominosa de sus personajes y la denuncia de sus contradictorias naturalezas.

Asida al marco verosímil, tal como lo plantea Unamuno en sus obras, donde se desenvuelven los personajes, sin el requerimiento de decepciones y caracterizaciones excesivas, estos van tomando fuerza a medida que la trama avanza, además de recrear, a su vez una fuente luminosa de contacto con los personajes y el lector que cada vez más pertenecen a una realidad inmediata. Son conjunto de ellas y el lector que haya una identificación personal como pocas veces conoció la literatura que le antecede. Se parte del ente individual para establecer la tesis en cuestionamiento de las contradicciones sociales de su tiempo, raíz esta de los postulados románticos, los personajes sugieren una confrontación hacia la descolorida realidad desde una desidia que aflora, en ocasiones inconsciente, pero que se arraiga como mala hierba a la moralidad social, atenuando una complicidad irreductible con el período tradicional realista. Sin embargo, lo que importa no es el medio y menos aún el afán de erigir una objetividad circundante, desde la visión del intelectual contemporáneo, prácticamente hiperrealista como lo hizo el naturalismo de Zola, escuela para muchos autores posteriores de la llamada “Generación Perdida” norteamericana, (específicamente pienso en Hemingway y Dos Passos,) sino la capacidad del hombre para afrontar el inevitable destino al que se ha condenado.

Ante lo ineludible, el espíritu de sacrificio, por pura elección, es todo cuanto le salva de descender con justa benevolencia al abismo, sumido a una reafirmación de fe en sí mismo, evidente mensaje reflexivo en su novela La Tía Tula. La filosofía de Unamuno no pretende transformar sino aceptar lo inevitable de una manera menos trágica, tampoco comprenderla, supone una cadencia de casuísticos ciclos existenciales donde la naturaleza y el ser forman parte sin llevar protagonismo alguno. Más allá del uso eficaz de la moral en su planteamiento práctico, las restantes, posibles o no objetivadas que preñan al entorno, gozan de una esencia insondable. Desde lo racional aquella oportuna nomenclatura se ha ideado a merced de su interrelación, de lo contrario, como en la novela Abel Sánchez termina abrazando su propia derrota, ante un sentimiento de envidia consumado. Parábola de Caín y Abel que infiere en unos diálogos preciosistas, componente del teatro clásico, donde la reflexión se agazapa bajo la valorable estirpe de una retórica bien moldeada que nos brinda el panorama general de la trama sin requerir el uso de intersticios sombreados por la intervención del narrador.

Cabe aclarar que la narrativa unamuniana no anula, sino que evita saturaciones descriptivas y reflexiones académicas, manteniendo al lector bajo una ordenanza visual constante en aquello que lee, acosado por el ritmo. Las obras de Unamuno no permiten la monotonía, se estructura de capítulos medidos y diálogos tan atractivos que el lector apenas si extraña la muestra de un narrador omnisciente y a su vez transita por los recónditos parajes de una riqueza sicológica en sus personajes digna del prematuro recorrido en la novela de Dostoievski hasta Tomas Mann y los restantes postulados del siglo XX, mencionando el puente ineludible con el Ulises de Joyce, naturalmente, sin que su filosofía confiera exclusividad a un personaje o autor específico más que a la obra en todo su esplendor, como lo hizo con Niebla, su magistral nivola.

La obra de Unamuno merece un análisis e investigación más profundo, acudiendo a una trascendencia dentro de la Generación del 98 que si bien lo hace excluyente al resto, le categoriza dentro de un marco atemporal teniendo en cuenta los elementos esenciales de su estética creativa y su pensamiento filosófico, cuyo existencialismo no es conveniente reducir a patrones de negación o rendimiento personal, sino que es muestra universal de la eterna dicotomía entre el artista y la sociedad de su tiempo, un experimento que no cesará de reiterarse mientras que el arte no sea reflejo del reordenamiento social, sus contradicciones y a su vez componente esencial del mismo.

Su estructura supone una escuela para la literatura postmoderna, plegada de ritmo, flexible sintaxis, lenguaje coloquial y capítulos medidos. Ejemplos de la novelística actual abundan en demasía incluso fuera de las fronteras de nuestro idioma español y situando la obra de Unamuno, como precursora de una estética edificada para transitar por las corrientes de la literatura romántica, del realismo y del existencialismo sicológico florido en la novela moderna del siglo veinte y trascender a los algoritmos acaso heterogéneos de la literatura del siglo XXI, sembrando cátedra para un estudio más hondo, de carácter científico, donde incluso ninguna de las grandes obras posteriores a la obra de Unamuno, escritas en el español ibérico, me refiero a La Familia de Pascual Duarte de Cela y Cinco Horas con Mario de Miguel Delibes, solo por citar dos ejemplos, resultan separatistas al planteamiento creativo en la obra de don Miguel de Unamuno, posiblemente el escritor español de la literatura moderna con mayor trascendencia universal para los autores neorrealistas de este lado idiomático del hemisferio occidental, aferrados en reinventar la realidad desde el principio básico de una verdad de la que don Miguel de Unamuno con la singularidad que caracteriza al genio creativo fue maestro y discípulo a su vez.

Rainer Castellá

Escritor, narrador, guionista de dramatizados radiales y cortometrajes policíacos, articulista, poeta, crítico literario. Profesor de Letras y Licenciado en Estudios Socioculturales. Actual Asesor literario en el Ministerio de cultura Provincial de Santa clara, la ciudad donde reside. Fue premiado en el concurso de poesía 2002 poets the Rainbow, New Jersey. Ha publicado Plática de Invertebrados (novela) cAAW Ediciones, Estados Unidos. Premio Internacional de novela 2019 Trazos Oscuros (thriller sicológico) Ediciones Promonet (ciudad Panamá). El relato “El Proceso” ha sido ganador de la convocatoria revista Ladoberlin (Alemania) 2019. El Último Burgués (novela negra) Ediciones Promonet y la ficción histórica Blanche y la Maldición del Mariscal Gilles. Finalista en la categoría de cuento en el certamen Rotary cid campeador con el libro de relatos Reflejo, auspiciado por la editorial Argenta (Buenos Aires, Argentina). Trazos Oscuros ha sido traducido al inglés y francés.

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