Revista ZUR

Revista Zur / Volumen 1 N°1 / Eurovisión

Cuento

Eurovisión

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Fecha

01 Octubre 2019

Autor

Javier Izcue Argandoña

01 Octubre 2019

Yo me quedaba mirando los anuncios comerciales con mi abuela hasta tarde. Aunque no entendíamos el italiano, nos fascinaban aquellas mujeres tan hermosas y sus dientes blanquísimos con los que vendían esponjas mágicas para limpiar los cristales por ambos lados, juegos de cuchillos, sujetadores de oro. Cosas que no necesitábamos, la verdad, pues defendíamos el hueco de nuestras ventanas con cartones y porque hacía meses que no habíamos visto un pedazo de carne. Además, las tetas vencidas de mi abuela no hubieran podido acostumbrarse a la disciplina de esos sostenes, y tampoco yo, porque apenas tengo con qué llenarlos.

Mi abuela se dormía enseguida y yo aprovechaba para cambiar de canal para ver uno que solo echaba películas en las que al final, los protagonistas acababan en la cama, besándose mucho tiempo y luego fumando. Mi abuela roncaba y, de vez en cuando, soltaba en albanés un juramento terrible con los ojos abiertos y volvía a roncar como un tren en la niebla. Otras veces, me parecía oírle susurrar el nombre de sus hijos, que los serbios se habían llevado el invierno anterior, pero como le faltaban muchos dientes apenas se le entendía alguna palabra suelta.

Vivíamos solas en las montañas y eso nos había salvado de los paramilitares serbios y de los lobos de Arkan. Hacía frío y no teníamos leña para calentarnos, así que nos echábamos vestidas en el sofá dándonos calor, mientras veíamos los programas que nos llegaban desde Italia y que los francotiradores no podían derribar de un balazo en la cabeza.

Lo que más le gustaba a mi abuela era Eurovisión, pero estaba tan trastornada que no comprendía que sólo se emitía una vez al año. Cada día, esperaba que conectaran con París o Estocolmo o alguna exótica ciudad europea. Mientras tanto, los comerciales nos mantenían con vida, confiando en que de pronto empezara el concurso, quiero decir, en medio de la nieve y la soledad.

Mi abuela tampoco sabía que yo solía ir de madrugada a las granjas próximas, ahora abandonadas, y que me llevaba lo que encontraba; alguna lata de conserva, patatas medio enterradas bajo los escombros, alguna botella de ouzo o de aguardiente de cerezas. Una vez, encontré bajo un colchón roto una radio y fue así que nos enteramos de que la guerra había terminado.

—Demasiado tarde— dijo mi abuela. Y por primera vez, la entendí perfectamente. Pensaba en sus hijos, supongo. Siguió mirando la tele y de pronto, soltó: —Hace tiempo que no gana Inglaterra. Mi abuela se había sentido joven con la música de los Beatles.

Pero eso fue bastante al final, supongo. Mientras tanto, yo le preparaba la comida, porque ya apenas se levantaba del sofá. Sopa de verduras, una y otra vez, y también té, de cualquier cosa verde que creciera en las cunetas. La lavaba con una esponja, pero como para conseguir el agua tenía que romper el hielo de la alberca que hay detrás de nuestra casa, cada vez me costaba más mantenerla aseada. No hacíamos fuego porque nos daba miedo que las llamas o el humo nos delataran. O a lo mejor, sentíamos que el frío, que congelaba el tiempo, era nuestro aliado.

Esta mañana me ha despertado un rayo de sol. Se ha colado por el boquete que dejó un morterazo en el tejado. Un polvo nuevo, rubio, cubre la mugre de nuestra casa y de pronto, me ha subido a la nariz todo el hedor de esta madriguera en la que vivimos mi abuela y yo. Quizá mi abuela está muerta. Quizá lleva muerta todo el invierno. No lo sé. Yo solo tengo trece años y apenas conozco qué hay más allá de este valle cruzando el bosque de castaños, ni qué cosa sea la vida.

Solo sé lo que leí en los libros de la escuela, lo que me contaba la abuela antes, cuando aún hablaba, lo que veo en la televisión y algunas canciones que hablan de amor y de submarinos amarillos.

He metido mis libros en la mochila. No he podido ponerme el uniforme escolar, está demasiado sucio y además ya no me cabría, se me saldrían los pechos, que ya me duelen algunos días. La falda apenas me cubre los muslos, el vello que apunta como hierba nueva. Sin mirar atrás he salido de casa. En algún sitio habrá una escuela y otras chicas como yo, que confíen en que la paz haya llegado ya, o esté como yo, en camino.

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