Fecha
01 Octubre 2019
Profundidad: 3 metros
Se fue todo a negro en 87 segundos exactos. Black out total en su conciencia. No como un sueño en degradé, más bien, como un mazazo directo en la nuca que ni siquiera le alcanzó a doler. La memoria desintegró todos sus recuerdos. Por fin se desvaneció la imagen del mayor de los mellizos cuando recién balbuceaba unas pablaras y, con una expresión de travesura, lo invitaba a jugar en la terraza. Por fin se había apagado el angustiante grito que atormentaba a Pablo en todos sus sueños. Desde aquel episodio, nunca más volvió a ser el mismo. Nunca más nada volvió a ser lo mismo.
Antes del apagón cerebral, su conciencia seguía insistiendo en contener la respiración transformándose en una especie de apnea inducida. El cronómetro indicaba 79 segundos y a Pablo, inconscientemente, todo le parecía una eternidad. La desesperación anulaba la noción del tiempo. La profundidad del agua jugaba con él, y lo invitaba a dormir y a dejar de luchar, aunque él, se negaba a sucumbir realizando inútiles esfuerzos. Poco a poco, su cuerpo era absorbido similar a un bulto liviano que no ponía objeción alguna. Por cada centímetro que descendía, más aumentaba la presión. Su audición comenzaba a saturar dejando un maldito zumbido que lo desquiciaba mezclando la agonía con la comodidad de un profundo sueño. Incluso, en un lapso de segundo hasta sintió que todo era un error y él no era el que estaba ahí. Momentáneamente eso lo tranquilizó.
Con 73 segundos transcurridos aun recibía recuerdos en colores. Las imágenes eran difusas y no del todo claras; se confundían las realidades con protagonistas que aparecían sin preámbulo. Se encontró con lugares ajenos que se traslapaban con personajes caricaturescos. Gradualmente comenzó a desasociar los flashbacks que se enfrentaban con excesiva velocidad en un vaivén de recuerdos que reconocía y, a la vez, desconocía. En ese instante no alcanzaba a comprender que a las escenas les faltaba algo; era como un rompecabezas a medio terminar con piezas olvidadas junto a todo tipo de personas en todo tipo de situaciones. Su conciencia atravesaba una especie de paradoja mental que engañaba a sus recuerdos autentificándolos como reales. Pablo sintió relajo y calma disfrutando las imágenes escuetas que llegaban a su mente. Nunca se había mirado a través de un collage de su propia vida.
Lo encontró satisfactorio. Sentía que flotaba junto a secuencias de animaciones en donde la mezcla de colores lo armonizaba como una aventura agradable. Una aventura que no ofrecía incertidumbre. Fue un segundo apacible, de mucha calma, en donde se desconectaron las alarmas de la desesperación que, en rigor, era el aviso que ya nada lo podría salvar. El cronómetro avisaba 66 segundos.
Profundidad: 2 metros
La memoria aún mantenía cierta lucidez en donde Pablo se reencontraba con los recuerdos más frescos y más reales. Se aproximaba casi a los 60 segundos sumergido y a esas alturas sentía el frío físico tal como lo conocía su cuerpo. Era un frío que punzaba por todas sus extremidades y, sobre todo, calaba directo en su cerebro. A los 55 segundos el agua se estremeció por las contorsiones que comenzó a sufrir el cuerpo de Pablo. Fue una descarga eléctrica que avisaba la desconexión de la mente con su cuerpo. Previo a esto, la memoria capturó sensaciones extremas y totalmente opuestas: por un lado, repasaba lo confortable que era acariciar el pequeño rostro de los mellizos en una línea de tiempo distorsionada y, por el otro extremo, no lograba evadir el sentimiento de implorar perdón. Imaginó a Francisca mirándolo directo a los ojos, llorando, y pidiendo explicaciones que él jamás podía responder. No podía abandonar la sensación de sentirse un miserable por elegir escapar y abandonar todo de la forma más cobarde.
Pablo podía controlar sus movimientos y miró que el reloj ya apuntaba 49 segundos y, según lo que había estudiado, era el punto de inflexión exacto en que la conciencia cambiaría a un estado de abnegación. Era el momento crucial en que podría volver atrás, pero con mucha valentía se atrevió a continuar. Bajo el agua el horizonte solo era una bruma de imágenes vivas con una nitidez que no conocía. Vio a Francisca al lado de él jugueteando con las sábanas, coqueta, antes de hacer el amor. Hasta pudo oler el aroma que dejaba Francisca cuando súbitamente se levantaba a corretear a los mellizos, quienes gritando entre risas huían descalzos por el pasillo. Entonces ella los abrazaba y los tres se iban al suelo soltando efusivas carcajadas. Pensó que al menos se iría con algún momento muy cerca de la felicidad. En su muñeca izquierda llevaba su reloj y el cronómetro marcaba 38 segundos. Sentía la presión de sus pulmones que le apretaba como si estuviera por desmayarse de asfixia. Lentamente el torrente sanguíneo se bloqueaba y no daba paso al corazón que permanecía acelerado. Lo escuchó latir como nunca antes lo había escuchado, mientras una y otra vez, aparecía la imagen más elocuente y veía al mayor de los mellizos conectado a todo tipo de máquinas en la clínica. Siempre lo recriminaron por su irresponsabilidad. Se había distraído más de la cuenta y en una fracción de segundo se le soltó de las manos y su hijo mayor cayó por el balcón. Nunca más había podido pronunciar su nombre y nadie le aceptó que no fuera a despedirse al funeral.
Profundidad: 1 metro
Todo seguía según lo planeado. Había premeditado no cerrar los ojos y el químico de la piscina quemaba sus pupilas irritándolas de dolor. Comprobó que llevaba 27 segundos bajo el agua y ahora tenía que ponerse más firma que nunca, pensó. Creía llorar, pero no estaba seguro si eran lágrimas o producto del agua que punzaba en su visión. No le importó sumergirse con ropa. Había elegido unas pesas para que le dieran profundidad en la inmersión que ya rozaba su garganta y fue el momento cuando apretó el botón del cronómetro. Sabía que un minuto y medio era suficiente. Con el agua a la altura de su cintura logró apreciar que todos los invitados conversaban distendidamente y nadie lo extrañaba. Cuando bajó por la escalera de la piscina sintió un cosquilleo en la planta de los pies como si algo le pidiera que no lo hiciera. Caminó sigilosamente por el borde de la piscina de sus suegros. Se había escabullido tal como lo había estudiado; sería justo al momento en que cantaran el cumpleaños feliz del hijo menor. En la recepción el whisky le dio mayor frialdad a su decisión. Consumió casi media botella y, Francisca, en dos oportunidades, le advirtió que no siguiera tomado. La terapia tenía recomendaciones explícitas de no consumir alcohol y Pablo, en su interior, no creía poder evitar la culpa y el dolor que arrastraba. Nunca lo superaría. La terapia solo lo había distanciado más de Francisca y del hijo menor. La depresión lo tenía consumido en la desolación. Ahora estaba cesante, casi un año sin su hijo mayor y dormía a saltos. Francisca se había alejado y gastaba todas sus pocas energías en lograr soltar una lágrima. Pablo no pudo volver a vivir en el departamento y los papás de Francisca se hicieron cargo del único nieto que les quedaba.
Pablo se había comprometido en llegar al medio día, pero solo después de las cinco pudo ponerse de pie. Tocó el timbre en casa de los suegros y se quedó en un rincón de la casa sin saludar a nadie. Tampoco fue capaz de saludar el mellizo menor quien cumplía los tres años. Todo le pareció nostálgico. Lúgubre. Volvió a repasar el plan y supo que era el día.
Patricio Hurtado Lobos
Tengo 44 años y vivo en Santiago en la comuna de Calera de Tango. Soy casado y tengo 2 hijos. Trabajo hace 15 años en un banco. A fines de los 90 alcancé a participar en los talleres literarios que dirigía Gonzalo Maza en la “Zona de Contacto”. Actualmente participo en el taller Punto de Giro que dirige la escritora Jean Veliz D’Angelo.