Fecha
01 Diciembre 2020
– Quiero volver a mi A la que una vez tuve y perdí. Eso es todo.
El juez miró al acusado. Algunas acotaciones dicen que lo hizo con humano desprecio. Otras, que una mueca de asco transfiguró su cara hasta el momento tranquila, casi al punto de escupir sobre el desdichado. La crónica del juicio, que aquí transcribimos, no narra la reacción del magistrado, sino sus acciones subsiguientes.
– Eso es imposible. Ya sabe usted que la sentencia ha sido dictada y tallada en piedra, palabra por palabra hasta el final, sin omitir No existe apelación alguna.
La respuesta del juez no acalló los murmullos del público asistente. Pidió silencio dos veces. A la tercera, levantó el cayado. La amenaza bastó para que la discreción volviera a la sala.
– Ya lo sé. No estoy solicitando una apelación de lo imposible —. se escuchó decir al reo–. Usted preguntó si tenía algo que decir. Lo tengo. Y lo he dicho. He declarado lo que ahora siento y sentiré luego de que usted lea la He declarado lo que pensaré una vez que sus palabras sean mi nueva realidad y mi alma añore mi pasado.
El magistrado alzó el cayado. No para controlar a la multitud, pues los presentes no reaccionaron. No para ordenar al alguacil que el peso del látigo cayera sobre el acusado y castigara su insolencia. El hombre izó el símbolo de la justicia sin motivo y luego, con cierta demora, lo dejó descansar sobre la mesa del púlpito. El documento menciona que, tras el juicio, recibió un llamado de atención por su actuación impulsiva. En los márgenes, si cabe mencionarlo, las acotaciones refieren a las posibles sensaciones que pudieron haberlo impulsado a reaccionar. No las repetiremos aquí, pues carecen de utilidad alguna.
El procesado, aunque no le correspondía, dijo lo siguiente:
– ¿No tiene nada que acotar? ¿Se ha llamado al silencio porque no sabe cómo actuar? ¿O porque sabe que no soy el único que piensa así?
El estruendo que invadió la sala obligó al juez, tras los tres pedidos de silencio, a desalojarla. De acuerdo a los procedimientos de la época, solo otros cuatro podían estar ante su presencia: el alguacil, quien portaba y hacía uso del látigo cuando le era requerido; dos guardias, quienes habrían de imponer sus órdenes y custodiarían su bienestar, y el escriba anónimo a quien se debe la redacción del evento.
– Es usted un impertinente –respondió el Tomó el cayado y lo depositó en su soporte de mármol. Miró al reo y continuó con su discurso –. Y un petulante. Decir esas cosas frente al público es estúpido. Nadie hablará a su favor la próxima vez si quiere testigos para mejorar su condena.
– Y usted no ha sido siempre un juez, ¿no es cierto? Sus palabras son muy complejas,
En este punto, está escrito que el alguacil usó el látigo. No específica cuántas veces ni sobre que partes del cuerpo del acusado. El escriba narra que se derramó sangre, pero que el médico no fue requerido en la sala. No hay asentado registro alguno, aún sobre los márgenes, del proceder del magistrado o los guardias. O de por qué se aplicó el castigo físico cuando no era necesario o no fue requerido. En este punto del documento, al igual que en muchos otros, hay una omisión de los hechos que resalta por sobre los detalles del resto del testimonio.
Esta falta de información, que Lasterrierer llama “Espacios de Terror”, es normal ante este tipo de situaciones. En el análisis posterior haremos referencia a este y otros casos.
El relato del juicio continúa con su forma tradicional y detallada al transcribir las palabras del procesado, incluso cuando aún carecía del permiso para hacerlo.
– Sí, es cierto. Usted no siempre fue un juez. Y el alguacil no siempre fue un alguacil. Y yo no siempre fui lo que Me ordenaron médico al ser yo alguien que la vista de la sangre lo aturde. Amputaron una de mis piernas y me hicieron mendigo, para luego recomponerla, cortar mis cabellos y convertirme en sacerdote itinerante. A mí, que soy ateo. He sido tanto en poco tiempo. Incluso esposo y padre. Esa fue mi primera vida. La que añoro tanto y a la que quiero volver. Pero sé qué pido un imposible.
El hombre se llamó al silencio. El juez se levantó, tomó el cayado y dictó sentencia:
– A usted, señor Augustus, se lo condena a portar un nuevo apellido y vivir una nueva La sagrada rueda del destino ha girado. Será un capitán de goleta viudo, con tres hijos y una suegra. Ahora, pase usted a través de la puerta de la renovación y tenga una existencia venturosa para honrar lo que perdió y expiar los crímenes que cometió.
Según la normativa, el magistrado y el alguacil se acercaron al hombre para felicitarlo y otorgarle los regalos de rigor que demostraban que no había rencores. Los guardias lo tomaron de los brazos, se abrió la puerta de la renovación y, al grito de “una nueva vida comienza”, lo condujeron hacia ella. Metros antes pasar por los arcos, se lo escuchó gritar lo siguiente:
– ¡Esto no es un premio! ¡Me condenan a otro infierno! ¡Se los suplico! ¡Sé que no pueden tomar mi vida, pero tomen mis recuerdos! ¡Háganme olvidar!
Y eso es lo que atestigua la crónica.