Fecha
01 Octubre 2019
Garrido, Marcelo. Poemas Animales. Temuco: Nagauros, 2019. 147 páginas.
Reseñado por Gabriel Saldías Rossel1. Universidad Católica de Temuco.
En Las palabras y las cosas, Foucault indica que el sistema de construcción de mundo del siglo XVI estaba formado en base a semejanzas: aquello que se parece entre sí se atrae y genera vínculos permanentes y sólidos que nos permiten identificar redes de simpatía y antipatía entre los elementos que componen el universo. Sin embargo, hay dos peligros latentes en este juego: el de la asimilación y la completa diferenciación. La simpatía tiende a unificar todo aquello que es distinto, a volver homogéneo lo que lucha por distinguirse, mientras que la antipatía nos aparta de aquello que nos resulta distante, ominoso, amenazante. En suma, pareciera que el mundo se organiza de acuerdo a distancias: a más cercano, más propio, a más distante, más otro; una clave hermenéutica que me parece absolutamente adecuada para hablar del poemario Poemas Animales de Marcelo Garrido.
Este es un poemario inquieto que se resiste a la inmovilidad y a la situacionalidad, optando, en cambio, por una ubicación trashumante en donde las distancias se hacen en la ruta y no en el mapa. Es, pues, el movimiento de la voz lírica la que nos devela las antipatías y simpatías que se trazan con cada paso dado, generando sentido de pertenencia y separación en medidas dispares, marcadas por movimientos igualmente obtusos: a veces se camina, a veces se corre, a veces se nada, a veces se explota. El animal, en este sentido, no es convocado como “entidad animal”, sino como “cifrado del animal” cuya resolución duerme en la distancia innominada entre este y el ser humano, distancia que, generalmente, se augura, más no declara.
El poemario abre con la preminencia simbólica del perro; cifrado que alude y a veces encarna una voz lírica que no encuentra en ninguna parte y que anuncia con cierto apremio la realización de que no hay tragedia alguna: “Errar es humano y por esta razón / Los animales le tienen por ejemplo” (15). Las simpatías del perro nos remiten al espacio cotidiano del “día y sus horas de perro” que lo devoran todo. El perro es, por lo tanto, el actor y el escenario sobre el que se desenvuelve ese paso “no-humano” hacia la inevitable mundanidad de lo insufrible, o, alternativamente, puede ser convocado como el estado mismo de lo insufrible y asumir su doble condición de “sombra de la sombra” y de “ojo sin párpado”, que a pesar de que todo lo ve, no ve realmente nada.
En las secciones segunda y tercera, la voz lírica traza nuevas distancias desde el ser al animal, generalmente a través de la figura del encuentro, o, más bien, de la colisión violenta del ser animal con el ser humano. El animal impone su condición en una voz lírica no preparada para ello, generando más espacios en blanco de los que resuelve. Los resultados pueden ser hasta jocosos, como sucede, por ejemplo, en el poema “Celos, pasión y muerte” en donde el hablante lírico procrea con el mar, manteniendo ese ánimo de imperturbable periodicidad cósmica impuesta por el estado anterior: “Tuve amoríos con la mar, entré en sus salados atavíos / Y de la experiencia que surge de la pasión / Tuvimos peces” (29). Hasta aquí todo bien e indecente, pero luego sucede que el hablante quiere y/o debe ver a sus hijos, y al hacer este gesto, el del reconocimiento de su responsabilidad moral, deviene hombre sin llegar a encarnarlo nunca: “Esta tarde / Estoy viejo y cansado /Estoy lejano y solo frente a la mar. / He venido a preguntarle por mis hijos, / He venido / A preguntarle por mis hijos” (30). Un hombre lejano de sí mismo, un ser truncado para un estado transicional que anuncia un movimiento de tensión
marcado por una voz lírica engarzada; porque, ¿son estos los afectos de un hombre o de un pez? ¿Son estas las responsabilidades morales del mar o de la tierra? Ambas, o ninguna, que es lo mismo cuando dos opuestos se imitan y ofuscan mutuamente, compitiendo por la resolución del enigma del espejo: ¿quién es el ser original?
Tras la colisión, el ser se separa violentamente de sí mismo. Su proyección es la de una línea recta arrojada en un plano infinito. Conoce, por lo tanto, su condición limitada, más no puede hablar de aquello que lo excede, solo anunciarlo. Eso es lo que nos lleva a “El canto de la ballena”, la cuarta y mejor lograda sección del poemario, en donde la homologación se vuelve distancia repentina; separación irremediable que quiebra cualquier sentido trazado por los ensayos anteriores. Contamos, incluso, con coordenadas espaciales: el cifrado animal se convierte en la belleza profunda del abismo en el que se sumergen las ballenas, por donde transitan y se comunican con el pasado a través de un canto hermético, que bien podría ser un canto poético entregado en clave, sugerido como pregunta y, fundamentalmente, como anhelo. Diríamos que lo humano no tiene cabida aquí, idea que se reafirma en el poema “IX” cuando la materialidad del ser accede, en calidad de cuerpo inerte, al espacio poético, estético y hermético de las ballenas: “Ahora solo ruido / Ahora solo espanto y un cuerpo, / Un blanco cuerpo abandonado al espanto / Blanco cadáver el cuerpo ahora/ Entrando / En el oscuro / Ámbito del canto de las ballenas” (108). Ellas lo reciben con canto y danza para que “la costumbre de lo cierto preñe su ánimo”(109) y lo entregue como materialidad descartada al vaivén del océano. Dos aspectos, por lo tanto, se hacen patentes en los poemas que componen esta sección: primero, la duda como mecanismo de percepción de aquello que excede las limitaciones estéticas del ser; digamos, lo sublime (sin serlo realmente), digamos, entonces, mejor, “lo insondable” en honor a esa profundidad imposible en la que habitan las ballenas. No es que las ballenas sean perfectas, sino que es perfecto que ellas sean las custodias de un secreto que solo puede perdurar en una oscuridad sorda, oculta, apartada de cualquier apreciación terrenal. En suma, es el ser ballena el que conoce el secreto adelantado en el poema “Lo animal”, un secreto que en este poemario no se explica, sino que se muestra en destellos, en la forma de sugerencias simbólicas y pequeños rastros de dignidad en espacios desprovistos de cualquier justicia.
Desearía concluir esta reseña con una nota positiva, pero sería faltar a la verdad de la última sección del poemario. “La murria de los perros” trae de regreso al perro devorador de todo, al ritual incansable del tiempo que pasa y condena. ¿Qué fue de las ballenas y de su canto? Escondidas para siempre por la antipatía de la noche. El poema que cierra el libro, titulado, “La pérdida de la paciencia” nos entrega un nacimiento poco fecundo: el del yo. Nace una conciencia lírica que, efectivamente, se reconoce en función de la historia que lo compone: “Ahora que las horas saben morder mi cuello, bien sé que no soy yo / El que ladra en los alrededores de la casa deshabitada. / Por esto mismo que ya no soy, es que me hundo / En este oscuro animal lleno de voces” (145). Me detengo en este último verso porque es especialmente interesante. La carga simbólica del “animal oscuro” nos remite al perro cósmico que todo lo devora, pero, ¿qué hacemos con ese hundimiento, el último ensayo de distancia que podemos detectar en el poemario? ¿No se hunde acaso el cadáver que contempló a las ballenas antes de volverse ceniza? De ser tal el caso, ¿no sería este un cadáver bienaventurado, hundido en el mejor de todos los lugares, custodio de un secreto imposible de nombrar, imposible si quiera de percibir o de imaginar? Dos posibilidades, entonces: la primera, el eterno retorno trágico de aquél que intuyendo la distancia que lo excede es incapaz de asumirla, reafirmando su condición ínfima y limitada en el mundo, aislado de todo, antipático ante el universo. Me inclino más por una segunda posibilidad en donde “el animal oscuro” encarna la presencia de lo insondable que persiste en las profundidades abisales, custodiado por el canto y la danza de las ballenas. El hundirse, por lo tanto, sería el último ensayo de distancia de la voz lírica, marcada no por la agencia, sino por la divergencia; por un dejarse llevar y abandonarse sin control ante un devenir que no tiene comienzo ni fin, porque, como el canto de las ballenas, siempre ha estado allí.
Gabriel Saldías Rossel
Gabriel Saldías Rossel es académico de la Universidad Católica de Temuco y escritor de narrativa fantástica, de ciencia ficción y fantasía. Doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, se ha especializado en el estudio de las utopías y el utopismo por varios años. Como creador ha publicado la colección de cuentos Fricciones (Nadar, 2017) y prepara la pronta publicación de su segunda colección titulada Cobarde y viejo mundo (Puerto de Escape) a estrenarse durante el año 2019