Revista ZUR

Fecha

01 Octubre 2019

Autora

Karla S. Martínez Bastías

01 Octubre 2019

Cuando lo vi por primera vez pensé que era un viejo verde, al que le temíamos con el alma siendo que nunca hizo nada para que yo pensara eso. Era medio tonto, moreno, con esa cara aindiada tan desprestigiada en este país lleno de fachos. Su rostro tenía manchas oscuras mezcladas con rojas. Siempre estaba sucio y hediondo, aunque su cara de felicidad después de trabajar por 2 litros de vino no se la quitaba nadie. Y creo en esa cara que tienen los borrachos después de un par de horas olvidándose de su realidad y sumergiéndose en la dimensión de falsa felicidad. El Chundo, usaba un morral que le llegaba hasta las rodillas, un buzo –regalado que era color negro originalmente, pero que ya estaba de color café. Tenía zapatillas rotas, y una bicicleta vieja y despilfarrada que siempre lo acompañaba con ese rostro aindiado tan discriminado por esta zona llena de mapuches.

Cuando éramos chicas, todas mis primas y hermanas corrían de él y luego se reían, y decían: —¡Ahí viene el Chundo! –en un tono de alarma y juego: – ¡La que se queda de las últimas se casa con él! Y con esa última frase, corríamos como locas por el potrero de mi abuelo, igual como si fuésemos perseguidas por el chupacabras. En las fiestas familiares, siempre llegaba curao a tocar la puerta de atrás a pedir comida o “algo para servirse” como decía él. Entonces, lo dejaban entrar, y por chiste, pa’ reírse un rato me hacían bailar junto a él en Fiestas Patrias, y yo tan nerviosa, miraba a mi papá que estaba un poco más alejado del resto y lo veía sonriendo, sin percibir el peligro, aunque solo me había convertido en una vil burla de mi familia al bailar con Chundo.

Nunca fue un hombre malo, al menos eso creí después de muchos años, a pesar de que cuando lo veíamos siempre nos causaba asco, miedo y pena, tres sentimientos al mismo tiempo. Era como si ser moreno y borracho fuese lo peor del mundo, porque no era su ropa, ni el alcohol que albergaba su rostro, era su color de piel, y siento que hubiese sido distinto el trato si no fuera mapuche de tomo y lomo, ya que más que algo social, su desventura era racial. Trabajaba por vino y todo el mundo se aprovechaba de él, porque era un buen peón cuando quería. En Fiestas Patrias, siempre lo pillábamos malherido y moribundo.

Hay muchos hombres como él en Lautaro, muchísimos que piden plata por cigarros, andan botaos, sucios, meados, cagados, sintiendo pena-quizá- por ellos mismos o por rehuir la posibilidad de algún día salir del agujero. Sentía un rechazo al mirarlos, al tocarlos, incluso a darles alguna moneda. Tenían lepra y su mirada, su mirada me mataba, porque era totalmente desoladora, desgarradora ¿Te has parado alguna vez a mirarlos a los ojos? Con esa mirada pérdida que te estremece el alma y los huesos, es como si sintieras su dolor y no puedes comunicarte con ellos porque están presos en su propio cuerpo y parece imposible liberarlos y calmar su dolor que te carcome por dentro como la muerte. Se piensa que son escorias, perros vagabundos, incluso peores que los perros, porque estos tienen derechos humanos y no los pueden matar, porque sí, nadie lo dice, pero es así. Una amiga me contó que su papá (Chofer de micro) había atropellado a un viejo curao de la calle que se le tiró encima. Pero, lo que ella nunca supo fue que yo sabía la versión real, y peor aún, que yo lo conocía y que me avergonzó saber quién era ese viejo curao. En esa ocasión, el Chundo quedó con muletas por dos meses y después, siguió trabajando y tomando.

El Chundo se llama Juan Luis, ¿por qué le dicen Chundo? La verdad es que no lo sé, solo sé que cuando salió de octavo básico de la escuela de Carilao-Perquenco, su papá quería que trabajara junto con él en el fundo de Don Solón, pero Chundo tenía buenas notas y su patrón, lo incitó a que estudiara un poco más, ya que su peón era muy fiel y quiso hacerle ese regalo. Juan Luis, terminó cuarto medio con honores en el Liceo Municipal Lautaro-actual Jorge Teillier- becado y con un posible acercamiento a la Universidad de Chile. Sin embargo, cuando supo que valía tan cara la vida allá, se arrepintió y eligió quedarse en el campo con su papá, pero Don Solón le dijo que tenía familiares allá y que podían hospedarlo gratis mientras se acomodaban, a lo que Juan Luis aceptó. Era la primera vez que salía de su pueblo y de la región, y todo le pareció nuevo, grande, estúpidamente extravagante y lujoso. Al principio, quiso enviarle cartas a su madre para escribirle sobre el lugar donde vivía, y describiría a Santiago como el lugar más hediondo y podrido que pudo conocer, sin embargo, lo tachó y escribió “muy grande y brillante mamá, más que la casa de don Solón’’. Su vocabulario era muy precario respecto al de sus compañeros, además ese acento sureño de alargar las frases lo hizo ser una constante burla entre sus pares y sintió que saltó muy alto fuera del orbe y tenía miedo, mucho miedo. A pesar de sus inseguridades se sentía feliz de ver a su familia rebozando de orgullo y felicidad de que su hijo no fuera como su padre, ni como su madre. El día que llegó a la casa de una tía abuela de Don Solón, ella lo recibió bien los primeros días. Después lo tenía de empleado de la casa y lo trataba como a un perro, sin embargo, Juan Luis resistía a todas las humillaciones.

Una noche, esta señora organizó una cena muy elegante con sus amigas e iba todo bien hasta que de repente una de las acompañantes declara la pérdida de su arete de oro y todas le echaron la culpa al pobre Chundo y se fue a patadas del lugar cuando solo llevaba apenas tres meses en Santiago y peor aún, no se había ganado la confianza de nadie en la universidad, no tenía amigos ni amigas y todos lo despreciaban de forma implícita y explícita porque venía de abajo, del sur, del campo, de la mierda de los caballos y las vacas. Hasta los profesores tenían un trato distinto con él porque era un desclasado. Entonces, esa noche mientras caminaba abandonado por la vida, buscaba donde dormir y se encontró con sus compañeros de la universidad con los que había coincido un par de veces en clases, y estos cabros lo animaron a que se fuera con ellos y lo subieron al auto para tomar unas Tecate y un Jack Daniels, aunque entre lo que tomaban, le daban el doble al Chundo y terminó inconsciente. Lo botaron al suelo de un empujón y lo patearon hasta sacarle sangre de nariz, en donde entre risas, uno de ellos se agachó junto al cuerpo golpeado y sacó de su bolsillo un corvo y comenzó a tocar la carne de Chundo lentamente formando una línea curva. Pero otro que se dio cuenta de la intención de marcarlo con una esvástica, lo apartó de un combo en el hocico y todos largaron la risa: —¿Querí que nos pillen? Por huevones como tú es que después tenemos que andar arrancando. —Oye Carlos, estamos jugando no más.

El Chundo comenzó a despertar con una hemorragia nasal y lo tiraron debajo del puente, mientras le gritaban: “¡huaso conchetumare! ¡devuélvete a tu pueblo indio de mierda! ¡negro de mierda!”. En el Mapocho, pasó la noche con mucho frío y con un horrible dolor en el cuerpo. En ese lugar se encontró con otros hombres dejados y abandonados de la vida y se sintió acompañado y rodeado por personas de pensamientos aturdidos y se acostó en un pedazo de sillón que había y la pasó mal, no porque tuviera dolor por las heridas y el frío, sino porque tenía dentro de él un dolor que crecía en su alma y eso no iba a sanar jamás.

Al otro día fue a la universidad y todas y todos lo odiaban, lo despreciaban porque supieron que lo habían dejado tirado en el Mapocho. Uno de los chicos de anoche se acercó a él y lo refugió en su casa, un departamento ubicado en la zona centro de Santiago. Le dijo que en la noche llegaría visita. Cuando llegaron, actuaron como si no conocieran al Chundo. En el fondo, sentía miedo y no podía evitar su obsesión de surgimiento y sobrevivencia, pues no quería volver al sur y ver a su padre decepcionado, así que decidió aguantar y fingir que todo parecía estar bien, pero siempre se decía: “no sé en que estaría pensando cuando quise salir del campo”.

Con el tiempo se dio cuenta que este era un grupo con creencias ex- trañas y radicales. Querían hacer un atentado contra el gobierno y adoraban a un hombre de bigote que saludaba con la mano estirada. Como no tenía donde vivir, no decía nada, pero no pasó mucho tiempo cuando todo empezó a ponerse tenso y los chicos andaban nerviosos por los militares que los vigilaban y que los matarían por querer erradicar el cáncer de Chile.

Una noche salieron, menos el Chundo, porque tenía que cuidar la casa. Oscureció muy rápido y, de pronto, aparece un grupo de hombres de negro que rodean el edificio, abren la puerta a patadas y comienzan a echarle bencina al lugar. Cuando lo ven, le pegan, lo rocían con bencina y le prenden un fósforo. Luego de escuchar los gritos desesperados, unas cuerdas vocales calcinadas, unos cueros calientes y ardientes, unos hom- bres salen caminando tranquilamente para subirse a un Citroën negro.

Juan Luis llegó a urgencias del hospital San Juan de Dios con graves heridas en su pecho y piernas y sin movilidad. El Chundo ya no hablaba, no respondía cartas de su madre, ya no quería nada. Se decepcionó de la vida y se fue en el tren junto con la carga de ganado para su pueblo y luego seguiría caminando a Galvarino para volver a su hogar. Llegó una noche cojeando con media pierna, el rostro y cuerpo quemado, y con vendas por todo el cuerpo. Su madre, quien no sabía las penas de su hijo, había fallecido cuatro semanas atrás por un paro respiratorio y su padre, sumido en una inminente depresión por la muerte de su mujer, cuando lo vio llegar en esas condiciones, corrió rápidamente hacia la casa a buscar un cordel y ahorcarse en el árbol donde muchos años atrás Chundo se había columpiado.

Karla S. Martínez Bastías

Vengo de un pueblo escondido y olvidado -Lautaro- y llevo 21 años viviendo en él, tierra de poetas dicen. De familia amorosa, sencilla y crítica. Soy la hija del medio. Soñadora y feliz la mayoría del tiempo por un corazón correspondido.

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