Fecha
01 Octubre 2019
Este es un cuento corto. Muy corto, aunque sabemos que la manera en que las personas perciben el transcurrir del tiempo es variable. Entonces… es un cuento corto para los que lo leen, pero no para el protagonista. Podría incluso decirse que para la pluralidad de los que lo leen la brevedad de este cuento no es homogénea. Aunque si se buscara algún tipo de medición (supuestamente) objetiva, por ejemplo, se midieran los minutos (o tal vez, menos que eso, ape- nas los segundos…) se concluiría que fueron exiguos.
Este, entonces, es un cuento corto para los que leen, teniendo exclu- sivamente en cuenta que sólo necesitan invertir pocos minutos en la lectura. Dejamos los aspectos subjetivos fuera.
Este cuento, arbitrariamente definido como “corto”, sucede en La Plata, una ciudad de burócratas, empleados administrativos y estudiantes.
El protagonista es uno de esos estudiantes: un joven de 23 años.
Ocurre durante 1977. Sí, el ’77. Con decirlo es suficiente, ya no es necesario explicar más del contexto.
¿El lugar? La vía pública: calle 68, entre 118 y 119, para ser precisos. Ya situados en tiempo y espacio, relatemos el breve cuento:
“El estudiante va de visita a casa de su amigo, otro estudiante. Camina por la calle 68, sobre la vereda impar, decide cruzar la calle en diagonal (“mal cruzado, se cruza por las esquinas”) directo hacia la puerta de la casa de su amigo, en la vereda opuesta. Está en medio de la calzada, a pocos metros (¿seis, siete?) de la puerta, cuando esta se abre. No es su amigo quien se aso- ma sino un militar en ropa de fajina, con un FAL en el hombro”.
(Aquí es donde la discrepancia entre la velocidad del tiempo interno vivido por el estudiante, el tiempo objetivo medido por el reloj y el de la lectura se trastoca: se abre un hiato profundo)
“Es evidente que se dirige a golpear esa puerta. El milico se para en el umbral. El estudiante sube a la acera par de la calle 68, corrige su diagonal y en lugar de dirigirse hacia su inicial objetivo: la casa de su amigo- sigue cami- nando, hacia la intersección con calle 119, como si hubiese cruzado en diagonal justo ahí enfrente por una circunstancia fortuita. Son cincuenta pasos los que faltan hasta la esquina. No mira hacia atrás. No puede. No debe apurarse, aun- que sus piernas parecen haber decidido que sí. El milico está atrás. ¿Lo mira? Son apenas cincuenta pasos…
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Cincuenta pasos para llegar a la 119 y ahí sí, si no hay otros milicos, correr en- diabladamente hasta perderse lejos, lo más lejos y rápido posible.
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Julio, el amigo, cayó, es evidente, pero no debe pensar en esa tragedia, todavía no puede ni siquiera entristecerse. Debe poner todo su esfuerzo en seguir caminando, a una velocidad que no levante las sospechas del milico, ahí atrás, en la puerta.
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¿Escuchó un ruido? ¿Lo llama? ¿El milico del FAL lo está llamando? No darse vuelta, no caminar demasiado lento, no caminar demasiado rápido.
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No, escuchó mal, gracias a Dios, no lo llamaba. 22.
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¿Lo está mirando? ¿El milico del FAL lo mira? Era evidente que iba hacia esa puerta… ¿quién cruza una calle en diagonal si no es que se dirige exacta- mente hacia la puerta donde termina la diagonal imaginaria?
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Espera el grito de “alto”, junto al ruido del cerrojo del fusil. Sabe que ese es el próximo sonido que escuchará. Lo espera. Se esfuerza en caminar: no lento, no rápido.
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Se concentra, además en no trastabillar, si lo hiciera, si pisara una bal- dosa floja, por ejemplo, y cayera al suelo, el milico miraría, se pondría en evi- dencia.
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Está casi en la esquina, comienza a doblar hacia la bendita calle 119, mira, antes de correr, mira. Chequea que no haya otros milicos de consigna, que el operativo ya haya terminado y el milico del FAL sea el único que quedó en la casa de Julio, a la espera, por si algún perejil cae de visitas.
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No hay milicos a la vista. Entonces corre, a toda la velocidad que le permiten sus piernas. Corre”.
Cuando el protagonista lo lea apuesto que dirá: “mi cabeza volaba a un ritmo más vertiginoso, mis piernas querían seguirla con más vehemencia todavía, fue mucho más tiempo del que contaste”.
Este fue un cuento corto. Cincuenta pasos, cincuenta segundos. Una simple caminata desde la puerta de una casa (donde se asomó un milico con un FAL al hombro) hasta la esquina.
Pablo José Torres
Es trabajador social, autor de dos libros sobre clientelismo político: Votos, chapas y fideos (Editorial De la campana, 2002, Buenos Aires) y De políticos, punteros y clientes (Espacio Edi- torial, 2007, Buenos Aires). Acaba de publicar un libro de ficción sobre un bisnieto, hijo de un nieto apropiado por la dictadura militar argentina: El mar vacío: crónica apócrifa de un bisnie- to (Ediciones Alpargatas, Sí, 2018, Laprida). Escribe el blog Hel-echo Maldito.