Revista ZUR

Fecha

01 Octubre 2019

Autor

Ricardo Veas Cáceres

01 Octubre 2019

Se despertó a causa del frío. Sólo quedaban las cenizas tibias en el brasero al pie de su cama. Afuera estaba nublado y las malezas se veían blancas por la escarcha. El sol se asomó tras la cordillera y su escasa luz entró por la ventana sin cortinas. La cama sin respaldo, el velador al lado derecho y una vieja silla de madera a la izquierda, quedaron teñidos de un uniforme gris azulado, pero Luis no notaba la falta de colores, se había quedado ciego hace dos años.

Levantó lentamente su frazada y se sentó al borde de la cama. La ma- yoría de los días al despertar imaginaba que estaba en su casa, la que había sido siempre su casa. Tardaba unos segundos en darse cuenta de que ya no estaba allí. Su casa se había caído con el terremoto, aunque su habitación había quedado en pie. Las autoridades le dijeron que era inhabitable. Vivió unos meses en un albergue hasta que le entregaron la casa nueva, ubicada justo al frente de los escombros de adobe de la anterior. La casa nueva es una pequeña cabaña de madera que armaron en dos días. Se la entregó el alcalde y le tomaron varias fotos para acompañar la nota en el diario.

Con la mano derecha tomó el bastón que todas las noches deja apo- yado en su velador. Se incorporó y tardó unos segundos en orientarse. Fue a buscar el brasero, primero lo tocó con el dorso de la mano y al sentir que ya no quemaba lo levantó. En su cabeza, ya tenía un mapa de la casa que nunca había visto y podría llegar sin necesidad del bastón hasta la puerta que salía por la cocina, pero temía tropezarse con las cosas que el Negro dejara tiradas a su paso. Caminó lento, tanteando con su bastón. Llegó hasta la puerta, sus- piró un instante y la abrió. Una ráfaga de aire frío inundó su mundo oscuro y se estremeció. Bajó el peldaño hasta el patio afirmándose del marco de la puer- ta. Botó las cenizas en el montón que llevaba acumulado de días anteriores. Se sentó en el piso con las piernas hacia afuera, dejó el brasero un poco más alejado en el suelo y buscó con las manos hacia su izquierda hasta encontrar la bolsa con carbón junto a la pared. Echó un poco en el brasero y luego lo roció con un chorrito de parafina que guardaba en una botella de coca cola de medio litro. Se paró y trajo la caja de fósforos de la cocina. Encendió uno y confirmó que la llama se mantuviera sintiendo el calor con la palma de la otra mano. Lo arrojó al brasero y casi inmediato sintió el calor del fuego en su cara.

Fue ahí cuando lo vio. El Negro estaba al frente, mirándolo y jadeando con la lengua afuera. ¿Jadeando con este frío?, pensó. Su quiltro negro era lo único que podía ver. Un perro chico de pelo largo y patas cortas. En la oreja izquierda tenía una cicatriz que se había hecho peleando. Su especialidad era cazar ratones. Cuando vivían en la casa de adobe llegaba con las lauchas muertas en el hocico. Las dejaba en la entrada y se ganaba un pedazo de pan como recompensa. Pero el Negro estaba muerto, lo habían matado de un es- copetazo hace tres semanas por meterse en el gallinero de la parcela del lado.

—Lo siento don Luchito —le había dicho el vecino—. No sabía que era el Escuché el alboroto de las gallinas y salí con la escopeta. Estaba oscu- ro. Pensé que era un zorro.

Así se había enterado de la muerte del Negro. Esa noche pasó mucho frío sin su compañía. A la mañana siguiente lo vio por primera vez. Se extrañó al principio, era la primera imagen en dos años. El Negro en su mundo negro. Siempre aparecía lejos, mirándolo a los ojos. Con los días se acostumbró y lo llamaba cada vez que se aparecía, sin respuesta. Ahora me cuida desde lejos, pensaba. Ya me avisará si viene alguien por la noche.

—Entra Negro, que hace frío —gritó hacia el patio. Vio a su perro ladear la cabeza e irse De nuevo la oscuridad. Se puso de pie y entró a su casa a esperar que se prendieran bien las brasas.

Antes de regresar a la cama prendió la radio vieja que estaba en la repisa de la cocina. Primero escuchó interferencia, movió la perilla para sin- tonizar hasta que escuchó una canción. Una ranchera. Tomó el bastón y fue caminando hasta su cama. Se acostó, se cubrió con la frazada y tuvo un es- calofrío. Si pudiera ver, habría visto el vapor saliendo de su boca. Cerró los ojos. Sonaba el verso en la radio “era el negro embravecido que dio muerte a Don Julián.” Pensó de nuevo en su perro y recordó cuando tuvo que bañarlo en creolina en un tarro de aceite para quitarle las garrapatas que lo tenían flaco.

—Negro —lo llamó cuando empezaba a quedarse dormido. Creyó oír sus pasos en la habitación. Sintió cuando el perro se subió a la cama y por encima de la frazada se quedó a su lado. Abrió los ojos. El Negro ya los había cerrado.

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