Revista ZUR

"El mago y las perlas negras" de Jorge Mella Sarria.

Fecha

31 de Julio 2022

“No ser sino un detalle

por azar visible

de un mundo invisible”.

 

Angela Ghelber

Una mañana recorría la calle y obstinado escrutaba los fulgores grana de los hollejos de las uvas, sin presentir lo peor…, pronto la niebla velaría el resplandor de mis ojos. Súbito, semejante a un relámpago, volvió aquel mal ancestral a galope, tendido en un día de viento: plaga de Galeno, de Justiniano, muerte negra, influenza…. A centurias de distancia, la resonancia carga semejante pavor y, de paso, resuena bajo sus cascos la misma soledad.

Tras la reclusión a cal y canto, el tiempo transcurría con una lentitud capaz de evocar el crecimiento de las uñas de los muertos, e inquieto andaba de un lado para otro de la casa, sin un lugar donde quisiera sentarme, igual a un elefante en cautiverio.

Fue entonces cuando clamaba: “¿Quién no añora observar ese azul reciente en el cielo?, ¿Quién no extraña…?”

– Basta Kazimir, tu sentimentalismo ridículo recítalo en tu

– Eres un ingrato Camilo –si pudiera, huiría del encierro, primero sobre el lomo de un elefante a través del desierto de Gobi, después, cabalgaré un rojo corcel árabe, a pelo y desnudo hasta la

Kazimir, al llegar a su cuarto, se aproximó parsimonioso a la ventana ubicada hacia la viña, un viñedo tan alto parecido a un bosque, y atento miraba las hojas cubiertas con sulfato. Tenía que hacer algo. Animado a salir invocó su calzado: “Sandalias, sandalias gráciles, para correr sobre la hojarasca del otoño tardío, aunque mis pasos pesen siglos, aún recordaré la dirección de la viña”. Pero rápido se contuvo, no debía hacerlo. Sentía que la vida huía de entre sus dedos. En su humildad olvidaba que él mismo era fuente de vida y creación.

¡Maldita cosa extraña, hasta mi juventud robas! Sin embargo, cuando el desespero arremete, es el momento ideal de usar mi calzado y tras sentir sus correas ceñir mis ávidos pies, me fugo a mundos sublimes para dar comienzo a la trama de una ficción. Aún recuerdo la primera transmutación. Al ensartar mis pies dentro de la cavidad de paredes de tersa piel, escuché un resuello encantador. En ese momento, mi habitación tomó la forma de un cobertizo en donde yacía una yegua recién parida. El olor picante del heno me animó a acercarme al rojo potro, pero antes de poder hacerlo, el llamado insistente de Camilo me regresó de un instante a otro de mi ensoñación. ¡Ingrato hermano, te empeñas en atajar mi libertad!, repetí con fingida dureza.

Durante la comida, al parecer, estuve distraído, pues Camilo masculló:

– Me arruinas el encierro, tu ensimismamiento me enerva. ¿Sabes Kazimir?, la sensualidad y sus placeres pueden borrar la silenciosa galería de reverberaciones y de espejos del alma melancólica.

Kazimir permaneció callado por un momento, el tono de Camilo era sarcástico e hiriente. Se reclinó en la silla un poco y respondió:

– Tonteras. Son demasiadas noches de recuerdos. Además, las palabras me evaden dulces, semejante a un dátil que paso por loco.

De regreso a la habitación, el repujado de las figuras en relieve de las sandalias me cautivó. Poseído, caminé hacía ellas y, sin dudarlo, introduje los pies. El aroma a hierba fresca recién segada volvió revoloteando, conduciéndome a través de corredizos hasta llegar al caballo rojo invocado. Exacto, salvaje, sin riendas ni montura.

Me tallé los ojos y para mi sorpresa, el animal se aproximó tras un relincho, tan fuerte fue su sonido que regresé de un apacible sueño a la recámara. “¡Quiero salir!”, grité desde las entrañas. “¡No tolero este encierro!”. En mi interior la paciencia no ha madurado. ¿Y si un buen día olvidamos los nombres de las flores, los pájaros, las personas…? Kazimir se sentía triste. No era una tristeza difícil. Era algo equivalente a un desconsuelo de nostalgia. Idéntico a lo dicho por Camilo: “con la eternidad a cuestas por delante y detrás de él”.

Kazimir recordó haber leído que los movimientos irritables de un elefante capturado tenían como intención liberarse de la cosa ignorada que le apresaba, así que asumió la procedencia de una vida primitiva y animal e invocó la fuerza del paquidermo y del brioso jamelgo, para creer que en su interior habitaban aquellos animales y así liberarse, como si de repente pasara del homo sapiens al homo erectus.

Una hora después, en decidida rebeldía, Kazimir ya estaba cambiado de ropa con el coraje necesario para abandonar su refugio.

Al salir de casa, sondeé las tinieblas con la mirada y con valentía vibrante crucé el umbral de la verja. Flaqueó, quiso retroceder: ¿no estaría exigiendo demasiado de sí mismo? Pero sentía que era demasiado tarde: una vez dado el primer paso, éste era irreversible y lo empujaba hacia adelante, ¡más, más!

En la afonía del exterior, Kazimir únicamente oía el golpeteo del propio corazón. Al llegar a la calle, aún con el tapabocas, la mascarilla y demás recomendaciones, caminé sin resistirme e indefenso, hasta arribar a un punto donde el miedo sacudió mis entrañas, como si temiera el advenimiento mudo de lo invisible.

En mi vagabundeo, andando y viendo, mirando, observando, a través de vides y cementerios, tragafuegos y juglares, no supe cómo llegué ante un grupo de maestros de diversos oficios. Ellos por lo habitual se reúnen alrededor del parque bajo la sombra de los ahuehuetes y entre partidas de rayuela esperan a sus clientes, para embelesarlos con su arenga dicharachera.

Al verlos, de inmediato pensé: “en estos tiempos de incertidumbre, nadie metería a un extraño a sus casas. La nueva enfermedad vino a cambiar el ritmo de las cosas”. Le sorprendió su propio pensamiento, pues no deseaba ser parte del desánimo reinante.

Kazimir percibía en su entorno algo verdadero, tan indudable que tanto su cuerpo, igual su alma, cedieron ligeramente y así se sentó sobre un tronco para contemplar el juego de los señores. Los maestros, al sentirse observados, el más viejo de ellos se antepuso y gritó con dificultad por el carraspeo: “¿Joven, no necesita de algún carpintero?”.

Kazimir no sabía qué hacer, estaba muy emocionado, hacía mucho tiempo que no veía gente; así, temerario y en contra de la petición de su corazón, se acercó a ellos violando el espacio recomendado y con una simple negativa, borró la sonrisa de aquel anciano de respiración anhelosa y silbante quien no dejaba de toser y se empeñaba en convencerlo: “Anímese joven, el hambre arrecia y nada se consigue. El rebusque es el pan nuestro de cada día y aquí andamos”.

Kazimir ya no soportaba mantener la cabeza erguida. Finalmente, dio media vuelta y pronto se llevó la mano al rostro tranquilizándose al sentir el cubrebocas en su sitio, y se marchó de prisa.

Kazimir no podía más, la desolación lo asfixiaba, quería correr; botar el cubre bocas, regresar al mundo de antes. Mientras afuera todo sucedía con un ritmo vertiginoso de cascada, adentro había una lentitud exhaustiva de gota de agua cayendo de tanto en tanto. Acaso todo era un sueño, o bien un mal recuerdo de la vida anterior con la suavidad y la amargura de nuestras miradas alucinadas, reflexionó.

Al retornar a casa, entré idéntico a un fugitivo del mundo y en el remanso de mi habitación, las sandalias esperaban y las calcé. Lo mejor era dormir y olvidar el fracaso de mi bravura.

La noche inconmensurable de los sueños comenzó, vasta, en levitaciones: imaginé que vivía y no que moría víctima de un virus, imaginé que no me quedaba de brazos caídos de perplejidad y confrontaba al destino, imaginé sostener un cesto abundante de uvas tan blancas donde mi rostro se veía, imaginé que cerraba los ojos y seres humanos surgían inmunes ante la adversidad cuando abría los ojos húmedos de gratitud.

Lo que había pasado en el pensamiento de Kazimir aquella noche, era tan indecible e intransmisible, equivalente a la voz de un ser humano callado.

A día siguiente, era bien de mañana cuando Camilo preparó café fuerte, lo tomó y harto de llamar a Kazimir, se levantó con furia de la mesa. Al entrar en la habitación de su hermano, lo miró tendido de bruces sobre la cama. Una calentura le enrojecía el rostro y el sudor se entremezclaba con el tiritar de su cuerpo. Kazimir deliraba, emitía palabras sin sentido: “las sandalias…, el berrido…, monta al caballo rojo…”. Camilo se mantuvo en silencio y sin mirarlo, dejó a Kazimir agonizar a su suerte.

El tiempo lo cura todo y así sanó de los males Kazimir, pero la fatalidad eligió ensañarse con Camilo, a quien, en sus párpados, la muerte veloz posó sus manos estrechamente igual a zarcillos. Kazimir arrodillóse trémulo junto a la cama de Camilo, y éste, antes de morir, ciñó su brazo, no demasiado fuerte, justo lo suficiente para que sintiera que aún estaba y le susurró al oído: “Tu fina expresión manifiesta un mundo íntimo y tus ojos, cisterna de reflejos, poseen ese preciado arte de ser indiscretos. Continúa soñando querido hermano”.

Kazimir escuchó con la frente fruncida y su trémula alma. Inmediatamente después, subió la mano a la garganta intentando detener una angustia, pero no pudo, rompió en un llanto seco, sollozo silente, sin sonido o lágrima alguna. Con posterioridad, reunió todas sus fuerzas para parar el dolor, hasta perder la noción de cuánto tiempo había estado allí.

Kazimir, lúcido y tranquilo, decidió enterrar a su hermano junto a la viña. Desnudó el cuerpo endeble, lo limpió con jugo de uvas y al terminar, le calzó las sandalias que de seguro lo guiarían por mundos extraordinarios. Primero sobre el lomo de un elefante, después sobre un rojo caballo árabe, a pelo y desnudo.

Con el tiempo, Kazimir cultivó en secreto, con oraciones susurradas con la suavidad de los labios, destinadas a alguien que quizá no escuchaba; sin embargo, eso no importaba pues él sabía que en ese único huerto, su hermano yacía. Con el tiempo, lo que llamaba tierra, se había convertido en el sinónimo de Camilo.

Arribó la primavera y el vergel contiguo a la ventana del cuarto de Kazimir se mostró bello. Era increíble cómo el cuerpo de Camilo se había adherido tan bien a las hojas de la vid, sin muestras de sulfato y manteniendo su presencia viva en el bermellón de unos racimos capaces de perfumar el corazón.

Heme al fin aquí, después de tanto tiempo de estricta reclusión, la noche se ha apoderado de las noches. Oculto a las miradas avanzo anónimo a través de estos muros, añorante ante la memoria de lo que alguna vez fue, con el único consuelo de seguir recolectando uvas.

Iván Medina Castro

Especialista en Literatura Mexicana. También tiene un diplomado en creación literaria. Actualmente estudia la Maestría en Estudios Literarios. Tiene tres libros publicados: En cualquier lugar fuera de este mundo (CONACULTA, 2012), Más frío que la muerte (UAM, 2017) y Lugares ajenos (BUAP, 2020). También obtuvo la beca del Programa de Residencias Artísticas FONCA-CONACYT.

Obras literarias relacionadas

Leonardo Espinoza Benavides