Revista ZUR

NARRATIVA

Víctor en la ventana

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"El mago y las perlas negras" de Jorge Mella Sarria.

Fecha

31 de Julio 2022

“The cracked paint on the ceiling
the laughter when you’re feeling

really dead inside”

Luca Prodan

De noche el ruido de la autopista es una máquina invisible que hace agujeros en mi cabeza. Hundido en las sábanas quisiera que ese sonido tuviera la capacidad de calmarme pero en cambio es una música maldita, me acompaña como un fantasma que merodea por toda la casa. Por eso, siempre que eso sucede, me refugio en la ventana, aunque al levantar la mirada únicamente me encuentre con algunas pocas estrellas que titilan con desgano, ocultas por los edificios. A veces una mancha luminosa me sorprende pero es un avión que en su mirada me arrastra llevándose toda ilusión de paz y de cielo. Igual no me preocupo, enciendo un cigarrillo y pienso que no soy el único noctámbulo. Lentamente otras ventanas comienzan a encenderse. Es un pequeño ritual indispensable como una fogata para mantenerse protegido de las bestias.

Me divierte porque puedo comenzar a distinguir las siluetas asomando a contraluz, como sombras inquietas que me cuidan en la noche. Colabora con mi distracción intentar adivinar el gesto que cada figura también hace desde su balcón. ¿Qué estarán pensando? ¿Fumarán cigarrillo tras otro como yo? ¿A quién recordarán? Una vez creí ver que una de las siluetas se arrojaba. Vi la mancha cayendo desde el piso alto como un pájaro torpe y enorme de color negro que había olvidado volar. Pensé que había sido una simple ilusión pero al dormir escuché ruidos de ambulancias y gente en movimiento.

Igual en esta ciudad uno no se puede fiar de nada. Es como si por la noche otro mundo se imprimiera sobre el mundo presente. Gente corriendo, gente gritando en sus autos, animales perdidos y llorando. Pero después me asomo a la ventana y la calle es una postal vacía, una foto detenida del silencio. Quizás aparece alguna que otra alma perdida caminando apurada, paseando a su mascota, pero nada más. Por eso esta ventana no es tan de mi agrado.

En cambio esa otra ventana sí me gustaba. Era hermoso ver las luces encenderse de a poco, una detrás de la otra. La silueta de las montañas cortando el paisaje y ya no los edificios. De todas formas era lo único que me parecía bello. La ciudad en cambio tenía un aspecto seco y frío, como si a la gente le hubiesen arrebatado algo. No tenía nada que envidiarle a otras ciudades, al final todas se parecen un poco. Edificios y torres, autos, gente apurada, cabezas que miran al suelo en lugar de mirar hacia el cielo. Después descubrí que en realidad al que le habían arrebatado algo era a mí. Entonces no importaba a dónde hubiese viajado.

Cualquier lugar se hubiera teñido de ese color apagado que me abrazaba. Pero en cambio la ventana era una suerte de mirador hacia otro espacio. Como si el paisaje se transformara una vez que posaba los ojos allí.

Los días que estuve en esa otra ciudad me demoraba en llegar al cuarto. Me quedaba horas y minutos contemplando la ventana desde la vereda de enfrente, mientras fumaba mis puchos y trataba de adivinar qué era lo que escondía. A veces también imaginaba cómo me vería yo apoyado en ese marco, mirando las lucecitas a lo lejos y a la gente yendo y viniendo. Me causaba gracia, me sentía director de mi propia película, como si con un simple gesto pudiera finalizar todo. Hasta que en un momento creí ver una silueta que merodeaba las cortinas.

Tuve temor pero no porque alguien hubiera ingresado a mi cuarto sino porque existía la posibilidad de que otra persona pudiera ver lo mismo que yo. Sin embargo al entrar en la habitación no había nadie. Sólo un gato color plata que me miraba apoyado en el marco con dos ojos como perlas luminosas. Parecía que había ingresado por ahí y me observaba con atención, midiendo cada uno de mis movimientos como si supiera lo que iba a hacer. Por eso no se inmutó cuando lo acaricié. Movió la cabeza alrededor de mi mano y después me mordió con fuerza. Los dos puntitos rojos que me dejó en la piel también parecían ojos vigilándome.

Ese placer de mirar por la ventana desapareció cuando regresé a mi casa. Y no importaba que el ruido de la autopista me aturdiera. Había otros sonidos más pesados que molestaban al fantasma y por lo tanto también me molestaban a mí. Ese auto, por ejemplo, todas las noches y siempre en el mismo horario. Pasaba a toda velocidad a través de la calle larga como un brazo extendido únicamente para él. El sonido siempre era el mismo, música fuerte en el interior del vehículo y una especie de rugido como de animal defendiendo su reino. Yo los miraba con un poco de odio y también con un poco de envidia. Podía intuirlos celebrando algo que los volvía ingenuos, justificando una juventud que podía esfumarse de un momento a otro. Un día simplemente dejé de verlos, el auto dejó de aparecer pero el que sí volvió fue el gato plateado. Podía ser el mismo o podía ser otro similar. Me miraba a veces desde la medianera de enfrente. Me gustaba sostenerle la visión mientras fumaba mi cigarrillo. Ver quién de los dos se cansaba primero.

Pero esa rutina duró hasta que llegó el frío. Los árboles comenzaron a soltar todas sus hojas que caían como pequeños cuerpos frágiles y convertían el suelo en una superficie apagada parecida a la que hay en los cementerios. Esa ola helada me sirvió también para entender mejor el ritmo de los árboles en la ciudad. Todos en mi ignorancia similares, pero que ocultaban una fuerza secreta que los hacía soportar el viento entre sus ramas flacas. Así, noche tras noche, pasaron de ser mis espectadores a ser lánguidos cadáveres. A mí no me importaba asomarme a la ventana y tener ese espectáculo siniestro. Simplemente me ponía unos guantes y comenzaba a fumar mi cigarrillo con lentitud, mientras veía cómo el humo y el aliento que escapaban de mi boca formaban frágiles siluetas. Estaba seguro que algunas volutas tenían forma de ideogramas y escondían un mensaje secreto. Yo estaba leyendo mucho sobre esa lengua y la posibilidad de decir tantas cosas con tan poco. También revisaba el I Ching y trataba de entender la mecánica de las palabras volcadas en esos dibujos tan bellos.

Necesitaba darle un nuevo nombre a esa sensación que me acompañaba en la ventana noche tras noche. Fue por eso que fumar en ese espacio se convirtió en una especie de ritual tan rápido. Por eso y porque quería ver de nuevo al gato color plata. Sabía que una vez que el frío arreciara, volvería. Y no me equivoqué; fue con las primeras noches cálidas que lo encontré de nuevo observándome con esos ojos luminosos. Yo me sentía una especie de insecto que se dirigía hacia su inevitable final. El verano se acercaba como una especie de ave dulce que regresaba a su nido. Las plantas y los árboles lo sabían. Las nubes, si aparecían, tomaban formas frágiles y hermosas. Las calles seguían igual de vacías excepto por autos que ocasionalmente rasgaban el silencio. Fue en esa noche, antes de descubrir cómo me perseguía en cada uno de mis gestos, cuando un perro negro atravesó la calle y casi fue atropellado. Yo me asusté, pensando en las posibilidades de sobrevivir de ese animal.

Llevaba la cola baja y se lo notaba temeroso de todo. Pensé en la soledad que podía llegar a sentir. ¿Era la misma sensación que percibía yo? ¿Él también sentía la misma piedra pesada en el pecho? Pensé en todo el tiempo que iba a vagar esa criatura hasta dar con su paradero. Di una pitada profunda y lo vi perderse al doblar la esquina. Me consolé pensando que no sería todo tan malo, que sobreviviría. Algún alma bondadosa podría encontrarlo. Igual quise llorar, estuve a punto de hacerlo pero descubrí al gato color plata otra vez en el mismo lugar, mirándome y observándome como si fuese su ingenuo experimento. Las dos perlas azules iluminando la noche me seguían en cada uno de mis movimientos. Decidí contener las lágrimas y pude ver un gesto en su cara, como si sonriera. ¿Por qué los gatos son tan amigos de la soledad? Eso me intrigaba. También me daba envidia, yo no podía estar conmigo mismo y ellos en cambio parecían no necesitar a nadie más.

Continuó apareciendo todas las noches siguientes y cada vez en lugares distintos. Si no estaba arriba del árbol, lo encontraba apoyado en otra ventana o caminando por el borde de un balcón. Pero siempre con sus ojos puestos en mí. Comenzaba a perturbarme, sentía que tenía que hacer algo, ¿pero qué? Quizás una tregua, acariciarlo de nuevo, ganarme su confianza.

Por eso hoy que lo veo acá debajo y tan cerca siento que tengo que alcanzarlo, que tengo que terminar de una vez por todas con este asunto. Es la primera vez que cruza la vereda para acercarse, que no lo veo enfrente sino de este lado. Está apoyado como si nada importara justo debajo de la ventana y me observa con esos ojos que son una luna apagándose. Por eso dejo el tabaco en la mesa y me dispongo a atraparlo. Me estiro con suavidad hacia abajo.

Juego con el frágil equilibrio para tratar de acariciarlo una última vez y puedo ver el suelo frente a mis ojos, una pantalla oscura, un telón. Como si repentinamente alguien cerrara las cortinas de mi ventana.

Pablo Carrazana

Docente de Lengua y Literatura en nivel medio. Asiduo lector y ocasional escritor (cada vez con más frecuencia). Melómano empedernido, si no toca un instrumento fue por culpa del latín. Realiza talleres de escritura con Isabel Vasallo y Osvaldo Bossi. Actualmente, se encuentra trabajando en su primer libro.

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