Narrativa
Defender la muerte desde su concepción
“Despedida” de : Sara G. Umemoto.
Fecha
01 Julio 2021
Irrumpe un policía en medio de una tranquila discusión familiar con cuchillos. El padre de Efraín no aguanta que su hijo ande por la calle con el vestido de encaje sucio y los tacones gastados. Puede soportarlo todo menos que crean que son pobres. El resto de la familia sabe que los vecinos no desaprovecharían la oportunidad para desacreditarlos de un delirio menos de la emergente población de locos que habitan aquella casa embrujada. Es navidad. El policía viene por una mordida de pavo con la noticia de que el Calixto, el abuelo, ha muerto y los únicos testigos de la escena del crimen son dos transexuales amigos de Efraín. El policía está en calidad de invitado y lo único que pide es que alguien lo acompañe a identificar el cadáver y un trago de cerveza para bajarse la mordida y el susto de recoger las dos mitades del abuelo Calixto.
La esposa de Efraín, Clotilde, tiene la convicción de un edificio sin ventanas y está casada con él porque prefiere que la engañen con otros hombres antes que admitir que le gusta que no la confundan con una estufa. Ellos tienen tres hijos: el mayor es un estorbo, la de en medio es mundana y la más pequeña es la más sórdida.
La familia comienza a discutir con más seriedad quién va a ir a reconocer el cadáver del abuelo. En la polémica deciden que deben de ir dos haciendo caso a la sugerencia de la tía Gertrudis, que tiene los estudios menos truncos que sus amores en el cementerio, porque la lógica dictamina que la mitad de dos es uno mismo.
El policía espera en calidad de secuestrado por la otra de las tías presentes: Herminia, quien presenta las credenciales de su asfixiante escote frente al policía. El bacalao se hace más apetitoso y menos ancestral que las devociones libidinosas y enraizadas de la viuda Herminia que aportó a sus cuatro hermosas fallas genéticas nombres alfabéticamente ordenados: Alan, Belem, Carlos y D de dedo. El último sufrió la venganza del último día del trabajador del registro civil que atendió a la tía alfabética.
Entretanto se ha decidido que Efraín y su padre vayan a reconocer al abuelo, es lo menos que se puede hacer por no haberlos desconocido cuando pudo, pero el padre de Efraín se rehúsa a salir si su hijo no lleva un vestido de gala, tacones rojos y la fachada de hombre de familia. Aprovechando la nueva discusión el policía se acomoda en la mesa y pide otra mordida. Ahora quiere probar el bacalao y unánimemente todos le advierten que no atente contra su suerte con ese bacalao que ha existido desde que la abuela era una niña. El platillo es usado, igual que a la abuela, para rellenar (que no es lo mismo que decorar) la mesa.
La abuela aprovecha que el bacalao salió a colación para contar la historia de cuando llegó el manjar a la mesa. Por ello todos tienen ganas de asesinar al policía; no quieren escuchar una historia que se remonta a la época en el que el bacalao decidió quedarse en el mar en vez de salir a la superficie y evolucionar. Todos quieren recordar cómo el abuelo Calixto se partió el alma toda su vida hasta, ahora todos lo saben, el día de su lamentable división.
Efraín por fin accede a darse una manita de gato ayudado por su esposa sin ventanas en el alma, que siempre hace un trabajo excepcional maquillándolo todo y dándole apariencia de ruinas romanas a las obras negras de su esposo. De buenas a primera vuelven a ponerle atención al policía. Está en calidad de cadáver y nadie se dio cuenta cuando probó el bacalao.
Los niños juegan a tirarse en el suelo y dibujar la línea alrededor del cuerpo. Usan la salsa roja para darle realismo forense a la escena del juego. La tía Herminia saca el velo negro de su bolsa, se cubre el rostro y comienza a llorar compungidamente. El primer llanto le desagrada. Toma aire y en el segundo intento un perfecto crujir compungido hace que todos aplaudan e intenten consolarla. Ella piensa que el policía podría haber sido el padre de una hermosa letra E de Ernesto, Elia o Elvis.
Se escucha una pelea que emana de la cocina a un metro de distancia de la mesa. Un metro es la mayor distancia que separa las habitaciones de las tuberías, las cortinas, las ventanas y los cuerpos dentro de la casa. Efraín cae en el centro de la mesa arrojado con fuerza sobrehumana por su esposa Clotilde. Ella sostiene un teléfono inteligente y está apunto de arrojárselo en la cabeza a Jeremías y todos la detienen pidiéndole que recapacite cambiando el aparato por un cuchillo. El motivo del empellón es que Clotilde ha descubierto el plan maestro de Jeremías y lo informa a toda la familia:
— ¡Este desgraciado (tono de talk show pasado de moda) iba a huir con Calixto y su padre! Los canijos nos iban a abandonar. Le acaba de llegar un mensaje del abuelo diciendo que le lleven un six para el camino.
El ambiente se tensa. Los niños suben a la azotea del edificio para seguir jugando. El Policía ronca en calidad de resurrecto y despierta en medio del escrutinio de una autoridad mayor. En la mesa nunca ponen cucharas y todos sostiene un cuchillo.
Alguien se lanza al vacío, desde la azotea, como juego. Los gritos se generalizan. Antes de iniciar lo que sería la nota roja del mañana, la familia observa el milagro que necesitaban para poder calmar el pleito y encontrar la paz de la noche amarga. El milagro fulminante de la gravedad hace que D de dedo caiga desde la azotea al breve vacío que da a la banqueta. Para hacer más realista la escena del juego, la tía Herminia, sin pensarlo, suelta su mejor llanto y sale a implorar por la vida de su alfabético escuincle. Los vecinos también salen con sus mejores consuelos, tristes de que haya sido nada más uno.
Los niños sobrevivientes corren en desbandada dentro de la casa para ocultarse, como todos los monstruos, debajo de las camas. Efraín y Clotilde detienen a la más sórdida de sus hijas e intenta llorar, pero le faltan décadas para perfeccionar o imitar el arte de la tía Herminia. A la pregunta de “¿qué pasó?” los ojitos oscuros disimulan mal la gracia que le ocasionan las palabras: “él solito se tiró”. El policía se levanta molesto porque su patrulla resultó salpicada por la sangre del niño impactado contra la banqueta.
El veinticinco de diciembre todos van al cementerio abrazados a la desgracia. Efraín lleva su mejor vestido negro, con joyas de bisutería dorada que deslumbran al sol. Su padre no podría estar más orgulloso de la ostentación de su hijo. Clotilde ha hecho un trabajo magnifico con el maquillaje de Efraín y el rímel se corre lo suficiente sin estropear el rubor en las mejillas. Herminia pega el escote con el vecino que le dio primeros auxilios al pobrecito D de dedo y piensa que en lugar de repetir con la D sería mejor saltar a la hache muda.
El más afligido es abuelo Calixto, que no ha parado de beber desde que se casó. Al pie de la tumba sostiene su six en la mano llorando de angustia; se le ocurrió que quizás su esposa sea inmortal. La tía Gertrudis de filosofía trunca reflexiona sobre la brevedad de la vida y piensa que hubiera sido bueno llegar al postre para ejecutar el plan con el que iba a liberar otros tres metros cuadrados de la casa para que entrara la tele de la que ya había dado el primer enganche.
Lejos de la ceremonia los niños disfrutan del campo abierto y juegan a las tumbas escondidas. La más sórdida consigue una pequeña pala y propone que al primero que encuentren lo van a enterrar. Todos acceden. Ella es pequeña y ninguno sospecha que está cazando al estorbo de su hermano mayor. Cuando lo encuentra escondido detrás de una corona de flores todos los niños salen de sus escondites y lo declaran perdedor, perdedor, perdedor. El estorbo se niega a seguir jugando y, como no quiere aceptar su derrota, entre todos lo derriban y lo sostienen de manos y pies mientras la niña más sórdida comienza a tirarle tierra en la cara.