Podía recordar con exactitud el día en que empezó a odiar las cenas familiares. Lamentablemente
para ella, desde ese mismo momento, su rostro empezó a gritar su disgusto, lo que la hizo ganadora
del rechazo generalizado de sus parientes.
Pasaron los años, las cenas siguieron realizándose -era una tradición que había instaurado la
difunta matriarca de la familia- y el malestar solo aumentaba en ella. Al menos, tiempo atrás, con la
llegada de su hermana, sus tías ya no podían atribuirle al ser hija única el ceño fruncido en su cara
Ese día parecía haber más gente que otras veces: que los tíos, que los primos, que la polola del
Tatán y el pinche de la Maca; que la señora Berta -que se invitaba sola- y hasta el exmarido de la tía
Soledad. Pero mientras más llena estaba la casa, más sola se sentía.
Como intentando evadir, se preocupaba de atender y seguir cada juego que inventaba su
hermana. Mas, como esta vez su mamá era la anfitriona de la velada, tuvo que descuidarla para
servirle comida a los comensales.
Regresó de la cocina, con un pequeño plato para su hermana, pero no la encontró. Miró por todo
el salón, atestado de gente devorando el gran banquete, y su hermana no estaba.
Se preocupó muchísimo. Pero cuando notó qué él también estaba ausente, sintió su corazón
paralizar.